Hugo Coya

A estas alturas, los peruanos podemos tener una idea bastante clara de la forma en que el presidente concibe su , toma decisiones y resuelve las sucesivas crisis que él mismo genera.

Durante estos nueve penosos meses, el mandatario ha acumulado cuatro Gabinetes, medio centenar de ministros, denuncias de citas clandestinas en una casa en el distrito de Breña, familiares prófugos de la justicia y dos intentos de vacancia.

Como si esto fuera poco, fuimos testigos de un conato de cacería nocturna a delincuentes, amenazas de sacar los militares a las calles, un toque de queda a las prisas que causó millones de soles en pérdidas, elogios a Adolf Hitler y ahora una cacareada castración química para los violadores.

De esta forma, sus ofrecimientos de campaña de hacer un Gobierno limpio, transparente, ajeno a la corrupción y donde primen los intereses populares quedaron en meras promesas. Hasta resulta sintomático que algunas de sus ofertas más altisonantes de campaña, más allá de la viabilidad y el tinte populista, como bajar el sueldo del presidente de la República, convertir en museo el Palacio de Gobierno, vender el avión presidencial y renombrar el Ministerio de Cultura en el Ministerio de las Culturas no hayan merecido ni el mínimo esfuerzo por hacerlas realidad.

En sus escuetos pronunciamientos, Castillo alega que no ha podido cumplir porque la oposición se ha dedicado a su remoción desde que asumió el mando, aunque eso lo sabía tanto él como lo sabe el ciudadano menos informado porque la oposición nunca ha escondido dicha pretensión.

Dentro de la endeble defensa por sus desaciertos también sostiene que, al ser un maestro rural, desconocía la complejidad de la primera magistratura y está aprendiendo a gobernar.

Empero, a nueve meses de mandato, podemos afirmar que, por el contrario, Castillo se viene graduando con honores en lo peor y más reprochable que existe en la política tradicional peruana.

Primero, se desprendió de algunos de sus aliados en la izquierda con mejores calificaciones para el manejo de los asuntos públicos y, bajo la bendición del secretario general de Perú Libre, Vladimir Cerrón, comenzó un acelerado proceso de “descaviarización” del Estado. Por supuesto, las ovaciones de pie por parte de la derecha y la ultraderecha no tardaron, pues siempre consideraron a ese sector de la izquierda como su mayor enemigo.

Luego, con la cancha despejada, pasó a nombrar en puestos clave a numerosos acólitos de Cerrón, desmontando gran parte de la primera, segunda y tercera línea de la administración, muchos de ellos burócratas de larga data que hacían que el país no se detuviera a pesar de sus avatares.

Las denuncias aparecieron por designar a gente con escasa o nula experiencia en funciones similares; investigados por corrupción, promotores de la seudociencia o acusados de violencia contra la mujer. El empeoramiento de la gestión devino algo inevitable, incluso en áreas del Estado en las que existían servicios de relativa calidad como el proceso de vacunación o la emisión de pasaportes.

Pero no solo eso. El círculo más cercano del mandatario comenzó a hacer de las suyas y surgieron versiones acerca de negociaciones debajo de la mesa; encuentros con proveedores que luego sospechosamente ganaban licitaciones; fiestas para parientes organizadas por lobistas; personas que entran y salen de Palacio de Gobierno sin aparecer en los registros o dinero escondido en el baño de la oficina de su exsecretario. Mientras se quitaba el sombrero y abandonaba el discurso radical de su campaña, afianzaba, asimismo, una alianza soterrada con políticos que hasta antes de su victoria lo repudiaban y que ahora lo apoyan, sea para evitar la vacancia o para sacar adelante proyectos de ley que permiten el retroceso de numerosas reformas.

Aunque algunos le llamarán hacer política y justificarán ello porque los gobiernos anteriores usaron similares estratagemas, lo cierto es que este trueque de favores consolida la perversión de la democracia y obliga a preguntarse: ¿no era que este Gobierno sería diferente?

Existen analistas que califican aún al actual Gobierno como uno de izquierda. Pero, teniendo en cuenta las acciones y resultados exhibidos hasta ahora, se podría decir que se trata de una afirmación demasiado simplista porque no ha intentado cambiar nada.

Al contrario, se basa en las viejas mañas de hacer política y su accionar ni siquiera se asemeja a ningún otro gobierno progresista en el mundo.

Todo ello traerá consecuencias para el futuro de la izquierda en general por el evidente deterioro del régimen de Castillo y porque se volverá una pesada piedra en el zapato cuando aquella emprenda la tarea de tratar de convencer a la población de que representa una opción distinta, una excepción dentro de un sistema político putrefacto. Se tornará una misión titánica luchar contra la percepción de que todos son iguales, solo que con un discurso diferente.

No es para menos: el primer presidente declarado izquierdista que alcanza el Gobierno a través de las urnas ha avanzado a pasos agigantados para pasar a la historia como uno de los más mediocres de las últimas décadas. Y eso que la valla, en no pocos casos, estaba bastante baja.

Hugo Coya Periodista

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