Mi Navidad siempre fue un nudo en la garganta. Desde que entré en la adolescencia y la casa se hizo trizas, el árbol dio poca luz. Mis padres decidieron que irían cada uno por su lado. Fui desde ese momento dos hijas y una sombra larga. A pesar de la alegría que siempre emané, había dentro un corazón en peligro. En dos almohadas apoyé mis dudas, derramé algunas lágrimas e inquietudes, construí ser, crecí fantasías, se acomodó la ensoñación, tan humana como propia de la edad, y despertaron los bríos de la mujer en ciernes. En dos recintos a los que llamé mis mundos, el bien y el mal pugnaron por hacerse de mí. Tuve dos casas, dos consejos, dos maneras de ver la vida, dos ventanas al jardín, pero nunca supe cuál fue realmente mi hogar, y demoré en saber en qué tierra cultivé mis mejores semillas.
Navidad tras Navidad fui dándome con que la familia era quizás una estampa rodeada de nieve artificial, luz artificial, armonía artificial. Y dolía la llaga cada víspera.
Cada Nochebuena reverberó la soledad en las paredes de mi conciencia. Se hacía aun más evidente en esos días de fiesta que andábamos descabezados. Podía sentir, mucho más que la falta, el dolor de mi padre ausente, mientras escribía su nombre en el aire con la luz de una bengala, llamándolo. Y cuando mi madre dejaba de estar, poco brillaba, tampoco la bengala que a duras penas sostenía un tímido chispazo en la penumbra del patio de la casa de mis abuelos.
Pasaron los años. La vida no hizo sino complicar los lazos familiares. Y es que uno se casa, se va lejos, tiene esposo, existen otros países en los que viven los suegros y cuñados, nacen y crecen los hijos, se imponen nuevas obligaciones y con todo ello se generan nuevas distancias, algunas infranqueables aunque el teléfono parezca aliviarlas. Las historias se repiten, llegan los divorcios y las familias se desintegran. La mía, pequeña y joven, lo hizo. Todo se volvió aun más complejo en ese torbellino de querencias, rostros y sangres a los que todos nos debíamos y me debía cada Nochebuena. Siempre había alguien que quedaba fuera, lejos, alguien a quien extrañaba y convocaba con mi pensamiento. A veces era yo la ausente en el paisaje familiar. Veía partir a mis hijos a miles de kilómetros de mí.
Nunca más pude oír “Noche de paz” sin romper en la melancolía, que hoy reconozco distinta a la tristeza. Cada vez más, esas noches de paz lo fueron. Tuvieron también de ternura. No importó ya si las Navidades las pasé de a dos, de a tres, si mis hijos partían lejos, porque no existieron más las distancias, y celebré más allá de todo el tenerlos, el estar viva, el tener a mis padres. Preferí y prefiero pensar que la Navidad es un buen momento para reafirmar sentimientos con las personas que uno elige. Y refundar, más allá de los vínculos políticos o de sangre, la familia.