Todo parecía seguir un rumbo y, sin embargo, casi todas las predicciones han fallado. Cuando muchos anunciaban la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, resulta que hoy sabemos que este año no habrá elecciones anticipadas.
Hubo un tiempo, hace no mucho, en el que cada vez que se programaba un mensaje a la nación, todos predecían que era el anuncio de una despedida. Nada de eso ha ocurrido y sabemos que no ocurrirá por ahora. Y la gente que puede sigue en su chamba, viviendo de un día a otro.
Si cada uno tiene que preocuparse por sobrevivir, la lucha política, ideológica o moral parece un lujo distante. La verdadera revolución será la que parta de los servicios básicos que puede dar un sistema para el beneficio de la gente y su acceso a las oportunidades. Ese tendrá que ser un proceso lento y seguro, si ocurre.
La violencia, los bloqueos, los disparos, nada tienen que ver en ese proceso. No es necesario que haya muertos para que podamos vivir mejor. Pero, como somos amantes de las proclamas, de las arengas, de las marchas; es decir, de la revolución considerada como una fiesta relámpago, entonces todo parece fácil.
La idea de que si la presidenta Boluarte renunciaba todo iba a cambiar ocupaba la mente de algunos. Ahora el escenario político ha reincorporado a otros viejos actores. Parece predecible que, si viene el expresidente Alejandro Toledo, las noticias se desviarán en dirección a su carcelería. Los otros temas quedarán de lado, por el momento.
La realidad es demasiado amplia, diversa y compleja como para que se hagan muchas predicciones. Nadie es profeta en ninguna tierra, y menos cuando la tierra parece el infierno. La historia no tiene leyes necesarias que apuntan a un destino fijado. Está escrita por la gente y por las condiciones en las que vive. Depende de comportamientos colectivos y liderazgos individuales en circunstancias diversas, a veces inesperadas.
Y, sin embargo, los seres humanos nunca nos hemos resignado a ignorar el futuro. Desde el siglo VIII antes de Cristo, el oráculo de Delfos empezó a funcionar a cargo de la pitonisa. Esta era elegida con la condición de tener 50 años; es decir, ser una mujer experimentada. La pitonisa recibía su nombre del lugar donde funcionaba el oráculo (Pito; es decir, el nombre de una gran serpiente o un dragón). Un ritual con una cabra permitía saber si Apolo estaba dispuesto a la consulta sobre el futuro. Entonces, la pitonisa se ponía en contacto con el dios para saber sus predicciones. Lo mismo podía ocurrir en otros oráculos como los de Creso.
Por nuestra parte, cultivamos el ritual de adivinación más conocido en Sudamérica; el de la lectura de las hojas de coca. La palabra ‘coca’ viene del aimara ‘árbol’ o del quechua ‘sagrado’. En el ritual de adivinanza, el sacerdote o el ‘cocapirikuy’ tira las hojas sobre un manto y su conformación le ofrece una lectura sobre el porvenir. El ritual, que en tiempos precolombinos tenía restricciones para los gobernantes, se sigue practicando.
Un caso especial sin duda es el de la troyana Casandra, a quien los dioses concedieron el don de predecir el futuro. Sin embargo, también recibió una condena paradójica: nadie iba a creerle nunca sus certeras profecías. Ese hecho contribuyó al desenlace de la guerra de Troya.
Hoy en día hay nuevas versiones de aparatos o servicios que adivinan el futuro. También gitanos que leen la mano, chamanes y adivinos o brujas. Se dice que Ronald Reagan tomaba decisiones basándose en los consejos de su vidente. Así seguiremos, adivinando y equivocándonos.