La muerte nos acecha. No puedo imaginar el dolor de quienes han perdido a un ser querido durante esta pandemia, pero siento cotidianamente ese temor que da escalofríos al recibir la noticia del fallecimiento de alguien conocido.
Quizá la preocupación más recurrente de quienes no estamos dentro de la población de riesgo y, afortunadamente, no nos exponemos diariamente al contagio, se halla en esas interrogantes por aquel familiar al que no vemos. ¿Estará quedándose en casa? ¿Desinfectará bien sus compras? ¿No estará recibiendo visitas? Y si se contagia, ¿qué hospital no está saturado? ¿Dónde consigo oxígeno? ¿Y si empeora? Ya no hay camas de unidades de cuidados intensivos en ningún lugar, ¿no?
Mientras luchamos contra el COVID-19, nos damos cuenta de que ese maldito virus tiene aliados. El principal es la desinformación. Un enemigo nada silencioso que se multiplica en cadenas de WhatsApp, posts de Facebook y señales televisivas.
Porque nunca falta el primo que tiene un amigo, cuya tía de cariño tomó un “suplemento mineral milagroso” y se le pasó el coronavirus. O el vecino abogado que ya abrió su oficina porque es más cómodo que trabajar en remoto y “no le ha pasado nada” (todavía). O la señora que va a celebrar sus 65 años con sus 34 hijos, sobrinos y nietos, y ha invitado a tu mamá a la reunión, porque “todos se han cuidado muy bien”. Ni el charlatán al que le obsequiaron minutos al aire para proclamar que un poder celestial protegería a los fieles que se aglomeren en una iglesia sin usar mascarillas “ni aplica[r] ningún protocolo terrenal”.
La desinformación –en algunos casos, ingenua, y en otros, deliberada e inescrupulosa– está alrededor nuestro y ha encontrado un ambiente ideal de propagación en medio del pánico que produce un ignoto virus mortal. Uno cuya vacuna demora más que la velocidad a la que transitan nuestros miedos, necesidades e ignorancia.
¿Cómo combatir la desinformación? En algunas latitudes se opta por la represión. Encerrar a los mentirosos y castigar a los canales que utilizan para su difusión (desde medios periodísticos hasta redes sociales). No creo que sea la vía correcta. Es un parche que no detiene la hemorragia.
“Si hay tiempo para desenmascarar, a través de la discusión, la falsedad y las falacias (…) el remedio a ser aplicado es más discurso, no el silencio forzado” (Louis Brandeis).
Dar más y mejor información siempre es preferible. El problema es que la verdad suele viajar más lento que la mentira.
¿Qué se puede hacer, entonces?
1) Producir más información. Generar más datos, abrirlos y difundirlos rápida y masivamente. Comunicar mejor. Esta es una de las críticas al Gobierno en la que más he incidido. Si la realidad es horrenda, es preferible conocerla para enfrentarla mejor que vivir engañados. Saber que no hay camas UCI, por ejemplo, nos haría ser más precavidos.
2) Evitar propagar la falsedad. Y aquí la responsabilidad principal es de los medios de comunicación y las plataformas de información. Es cierto que hasta el peor farsante tiene libertad de expresión, pero no tiene derecho a que le presten un amplificador para esparcir sus mentiras.
Ello demanda un esfuerzo especial de filtrado y automoderación para no caer en el facilismo irresponsable de concederle tribuna a cualquiera que genere rating o más clics. Y si acaso es necesario escucharlo, entonces, toca prepararse mejor para desnudar su debilidad argumentativa y evidenciar sus engaños.
Uno no le prestaría una pistola a un asesino, ¿por qué abrirle el micrófono a un embustero?