De un tiempo a esta parte los conflictos sociales han ido pasando a un segundo plano como problemática regional. Si bien todos los gobiernos posteriores al 2000 enfrentaron crisis sociales de este tipo (‘arequipazo’, ‘baguazo’, ‘congazo’, respectivamente), aparentemente el ruido político regional ha cambiado de modalidad. Ahora parece importar más a la opinión pública la asociación entre mafias y gestiones regionales, cuyos símbolos son las cabezas de autoridades encarceladas.
Tanto conflictividad social como corrupción pública son tergiversaciones de representaciones políticas fallidas. Cuando hay demandas colectivas que no son resueltas por la clase política, la insatisfacción desborda en forma de protestas. Cuando se privilegian intereses particulares (empleando malsanamente recursos públicos) en vez del bien común, la corrupción escala a mayores niveles de jerarquía. Si a ello se añade la debilidad de mecanismos de rendición de cuentas, la conflictividad y la corrupción se reproducen con facilidad, potenciando inclusive sinergias negativas entre ellas.
Las protestas sociales tienen un ciclo propio. Es difícil sostenerlas con la misma intensidad por mucho tiempo. Luego de un período de auge, empiezan a perder caudal social y solo se sostienen por el ánimo de los sectores más radicales. Entonces, cunde el pragmatismo en las mayorías (anteriormente movilizadas), compelidas a dos opciones: ser pasivos ante una causa que alguna vez enarbolaron o canalizar la molestia respecto al establishment a través de otros comportamientos disruptivos (en muchos casos, ilegales), como es el caso del crecimiento de intereses delictivos en la política regional.
La hipótesis que planteo es que: insatisfacciones sociales irresueltas por la política no necesariamente desaparecerán con el tiempo (“déjenlos protestar hasta que se cansen”). Dichas insatisfacciones expanden una sensación de anomia social –se normaliza la impunidad–, al punto de favorecer el emprendimiento de prácticas que corrompen la política. En algunos casos, obviamente, el vínculo entre protesta y mafia se expresa en estilos grotescos: la amenaza de movilización como chantaje político, la lumpenización de gremios obreros, la cooptación de operadores políticos para mafias.
Por lo tanto, al no resolver la ola de conflictividad social existente durante la primera década del siglo, aumentan las condiciones para la expansión de la corrupción regional. No es que la primera sea la causa de la segunda; sino que se trata de fenómenos que se entrelazan dado un origen común: nuestra crisis política. Evidentemente, esta terrible combinación tiene consecuencias para la garantía de las inversiones en las regiones, porque elevan aun más el riesgo político.
¿Qué prefiere un empresario interesado en apostar sus capitales en una región atractiva para sus negocios: una sociedad movilizada a través de protestas sociales o gestiones regionales y municipales penetradas por la corrupción? La solución no radica en elegir su mal menor. La responsabilidad social para atenuar las adversidades sociales y la complicidad con la corrupción para “comprar” autoridades contribuyen finalmente a perpetuar ambos males. No existe un “mal menor” empresarial si no se aborda decididamente la institucionalización de la política en todas sus arenas. La reforma política urge también para el más pequeño negocio.