“Un encuentro más podrido que maduro” fue uno de los titulares que usó el diario “La Nación” para describir la vergüenza que sintieron los argentinos al ver a su presidente y a tratar con honores al dictador venezolano. La vida política de ha sido una suma de despropósitos, pero nadie esperaba que hiciera una defensa tan descarada del sátrapa, más aún cuando él mismo escribió este mensaje en el 2017: “En Venezuela se ha quebrado la convivencia democrática y el gobierno ha cometido abusos imperdonables sobre DD.HH. El silencio es complicidad”.

El caso de Lula es distinto. Él siempre fue un aliado incondicional del chavismo. Lo fue en el 2008 cuando describió a como, “sin la menor duda, el mejor presidente que ha tenido Venezuela en los últimos 100 años”, y lo reiteró cuatro años después cuando, tras el ascenso de Maduro, dirigió un discurso televisado asegurando que el delfín de Chávez conduciría “brillantemente” a Venezuela al lugar soñado por el comandante. Ahora organizó una cumbre para lavarle la cara a Maduro y reinsertarlo en la escena regional valiéndose de un cinismo inmundo al calificar de simples “narrativas” su régimen dictatorial y violador de derechos humanos.

Lula ha derrapado al defender como democrático a ese modelo totalitario y represivo. No hay democracia bajo un régimen que caza opositores, que tiene presos políticos y los tortura, que nombra a dedo a jueces y fiscales, que expulsa a legisladores y destituye a alcaldes con impunidad, que censura a los medios de comunicación, que organiza fraudes electorales y que asesina y viola sistemáticamente los derechos humanos a tal punto de haber generado una diáspora de siete millones de personas.

Lula propuso que en un plazo de 120 días se genere una “hoja de ruta para la integración de Sudamérica”. Pero no se puede hacer integraciones con y mucho menos con sus cómplices.

Y así se lo hizo saber no solo el presidente chileno, Gabriel Boric, sino especialmente el mandatario uruguayo, Luis Lacalle Pou, quien no solo cuadró a Lula en su propia casa por lo de la “narrativa”, sino que le pidió que deje de crear organismos como Unasur que terminan siendo clubes ideológicos.

No olvidemos que, en sus gestiones pasadas, Lula adoptó una política exterior de intromisión. El Partido de los Trabajadores usó al Estado Brasileño, engendró el Foro de Sao Paulo y extendió sus brazos a través de las empresas constructoras para perpetuarse en el poder y consolidar su influencia en la región tejiendo un enorme esquema de corrupción e intervencionismo.

Es una buena noticia que, en su intento de recuperar el liderazgo regional, Lula haya terminado cuestionado y sentado en un rincón de su propia fiesta. Que alguien que generó tanto daño y fue condenado por corrupción pretenda ahora limpiar a una dictadura sanguinaria y encima moldear un nuevo plan de “integración” es inaceptable. Esa película ya la vimos y no acaba bien.

Juan Aurelio Arévalo Miró Quesada es director periodístico de El Comercio

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