Releo mi última columna de hace solo dos semanas (3/12/22). Parece que hubieran pasado meses con todo lo acontecido desde entonces. Me sorprendo, primero, con algunas premoniciones (“golpe de Estado en marcha”, “[gobierno] agresivo y amenazante [...], pero [...] siempre al borde del error”, “[intentando] propinar un zarpazo al sistema democrático –ciertamente no solo al Congreso–”); y luego constato que sobreestimé las posibilidades de éxito del golpista Pedro Castillo, e implícitamente presumí que intentaría revestirlo con mayor apariencia de legalidad. Pero el golpe fue tan burdo que hasta prácticamente copió –ni siquiera parafraseó– la fórmula de Alberto Fujimori del 5 de abril de 1992.
No debería, pues, caber siquiera discusión sobre la condena –jurídica y moral– a sus actos, ni sobre la sucesión constitucional que puso a Dina Boluarte como cabeza del Estado. Y así ha sido a nivel institucional: el Congreso, el Poder Judicial y demás poderes constituidos y organismos autónomos vienen cumpliendo lo previsto en la ley. Sin embargo, una semana y media después del fallido golpe, el país es un polvorín, con manifestaciones, tomas, bloqueos, vandalismo y –lo más desgarrador– varios compatriotas muertos que lamentar.
No hay encuestas que recojan cuáles son las posturas mayoritarias y minoritarias entre la opinión pública, sus proporciones, intensidades y distribución geográfica y socioeconómica. Diversos opinólogos se erigen en intérpretes de los descontentos. Y, aprovechando el pánico, el castillismo, comenzando por el fallido dictador –que tuitea mentiras y arengas violentistas sin empacho–, se ha puesto en modo goebbelseano-estalinista-orwelliano a reescribir la historia recientísima, tergiversando los hechos objetivos (Castillo no dio el golpe, el Congreso racista-clasista lo hizo contra él), elucubrando las teorías jurídicas más descabelladas (si el golpe no tiene éxito, no hay delito) e incluso especulando impúdicamente con hipótesis absolutamente fantasiosas (fue inducido con sustancias psicoactivas a dar el golpe).
Y, para coronar el festival de posverdades, el antifujimorismo fanático no desaprovechó la oportunidad de elucubrar en redes sociales la especie de que, de alguna esotérica manera, la responsable de este desmadre tenía que ser, cómo no, Keiko Fujimori (¿?). Y es que su ‘ethos’ maniqueo impide a dicha mentalidad analizar las cosas desde una mirada formalmente racional –como diría el gran sociólogo Max Weber–; esto es, subsumiendo los hechos objetivos a la norma abstracta para juzgar si coinciden y, en cambio, hace juicios irracionales en sentido material –”la justicia del Cadí” le llamaba Weber–; o sea, usando como único parámetro los valores o sentimientos de quien emite el juicio. Bajo esa lógica, la fuente de todo mal es el fujimorismo y el fujimorismo solo puede ser fuente del mal. De manera que los mismos actos que realizó Fujimori, incluso con casi idénticas palabras, están mal porque los perpetró él, pero dejan de estarlo cuando los comete Castillo. El bien y el mal dependen, pues, no de factores abstractos, sino de quién actúa.
En una variante de lo anterior, Castillo no es capaz de actuar mal, porque es un maestro de escuela rural sindicalista, un ser puro por definición, una suerte de infantilizado “buen salvaje” de Rousseau, que solo puede hacer el bien; y si hace el mal, es por culpa de alguien más. Y algunos pretenden extender un enfoque semejante a quienes vienen ejerciendo la protesta, de manera que sus actos de violencia, por provenir de ellos, no resultarían ni combatibles ni punibles. Si ante las eventuales o anecdóticas coincidencias entre el aprismo y el cerronismo se habló de fujiaprismo y fujicerronismo en su momento, podríamos hablar hoy entonces de un fujicastillismo.
Constato esta desoladora realidad y regreso a Jared Diamond (4/6/22), el ecólogo ahora estudioso de las sociedades humanas, que ha sistematizado los 12 factores que permiten a las naciones solucionar sus crisis –y no solo “salir” de ellas, como apuntó hace poco el politólogo Paolo Sosa–: admitir que las sufren, aceptar su responsabilidad, acotar los alcances de lo que está fallando, obtener ayuda externa, adaptar experiencias parecidas de otros, unión nacional en los objetivos, autoevaluación honesta (hacia adelante), revisión y aprendizaje de antecedentes históricos previos, aceptación de fracasos, flexibilidad para encontrar nuevas soluciones, apuntalar valores y prioridades, y superación de limitaciones geopolíticas intrínsecas. La solución no parece estar, pues, cerca.