La vocación de los limeños más afortunados es comer. En la capital cada vez se conversa y piensa menos, y se mastica más. Comer se ha vuelto obsesivo, mientras más prohibido el plato, mayor es la tentación: camarones en plena veda, muchame de carne de delfín servido en la clandestinidad, por decir.
Una reciente encuesta online de nuestro Diario preguntó: ¿Qué es lo que más te identifica como peruano? El 32% de los votantes contestó: La comida. Olvídense del himno nacional y los símbolos patrios.
Los vecinos de la capital se sienten más peruanos satisfaciendo a sus papilas gustativas, que viendo flamear la bandera. Cosas del posmodernismo, serán.
Vivir para comer y pensando en cuál será el próximo potaje se refleja en nuestro vocabulario. Se han creado sinónimos culinarios o de alimentos para todo. Del político o empresario con negocios turbios se dice que tiene ‘chicharrones’, ‘anticuchos’ o ‘entripados’.
Al que se la da de vivo se le dice ‘picarón’, que evoca no al pícaro sino a los dulces buñuelos limeños. El de mal aliento o aliento alcoholizado tiene ‘turrón’(del ‘tu’ de tufo llegamos, en una, a algo comestible). El falso comunista es un ‘rábano’ (rojo por fuera, blanco por dentro), el rojo que contrabandea sus ideas con discurso ambiental es ‘sandía’ (verde por fuera, rojo por dentro).
El desubicado ‘anda más perdido que huevo en cebiche’; lo complicado o desordenado es un ‘sancochado’ o un ‘arroz con mango’.
El periodista coimero es ‘mermelero’, el angustiado anda ‘palteado’. Lo fácil es ‘papaya’. La bonita es un ‘bombón’; la fea, un ‘bagre’. Si algo no sale como era esperado, ‘se hizo mazamorra’. El físicamente desagradable ‘es más feo que mamey con piña” o que ‘maní crudo’ (¿alguien probó eso?).
La persona con mala suerte es ‘salada’ o ‘piña’, y si bien tiene un explicación histórica, el comensal solo imagina un salero y una fruta. El que por estar al lado de quien fuma marihuana termina afectado por el humo ‘se horneó’; al que le hicieron añicos la reputación se ‘quemó’.
De la mujer mayor atractiva dicen ‘gallina vieja da buen caldo’; la que no luce tan bien está ‘jamona’; la de mala piel, ‘más arrugada que una pasa’ y la soltera es ‘pan que no se vende’.
La gorda, ‘papa rellena’; la flaca, ‘tallarín’. Cuando se le agarra cariño a alguien se le tiene ‘camote’; si alguien se nos pega es un ‘chicle’; las parejas cariñosas son ‘melcochas’. El aprovechado es ‘más fresco que una lechuga’ y el atorrante se siente ‘la última chupada del mango’, ‘el último huevo del picnic’. La lista es larga: ‘boquita de caramelo’, ‘piel de melocotón’, ‘pelo de choclo’ (rubio lacio), etc.
Los serviciales son ‘más buenos que el pan’; los de tímida opinión, ‘mantequilla’; los irónicos, ‘más ácidos que una aceituna’; los espesos, ‘quaker’ (como la marca de avena). El aburrido, ‘budín’; el bruto, ‘queso’; el inútil, ‘chancay de a veinte’; el alto y tontón, ‘platanazo’.
Al muy lento hay que meterle un ‘rocoto’; los bebes bonitos y los guapos ‘están para comérselos’. ¿Nos persigue el atávico canibalismo?
Cuando los ciudadanos se convierten en comensales, cualquier cocinero puede gobernarlos y las ideas pueden terminar convertidas en indigesto mejunje.
Apuntes de González Prada sobre el comer
El pensador Manuel González Prada ya apuntaba en su ensayo “Horas de lucha” (1907) que los hábitos alimenticios de ciertos limeños contrastaban con la miseria del país. “Comer se ha vuelto sinónimo de gobernar: a los presidentes se les exige, más que buena sustancia gris en el cerebro, jugos poderosos en el aparato digestivo”, dijo.