Hay gente a la que no le importa vivir en medio de la mugre. No le molesta estar en una casa desordenada y sucia, comer en medio de pilas de basura y rodeados de moscas y olores fétidos. Sin embargo, a la mayoría –y eso es lo sano– le provoca tener una habitación limpia, ventilada y con suficiente luz, que el comedor o la cocina, aunque modestos, sean agradables y que los servicios, como lo indica su nombre, sean higiénicos.
Por razones históricas, esta ‘jato’ nuestra que es el Perú careció siempre de limpieza. Como señaló el historiador Alfonso Quiroz, a lo largo de nuestra historia no ha existido un solo ciclo bajo de corrupción, todos han sido altos o muy altos. Padecemos de lo que los científicos sociales llaman corrupción sistémica o estructural. Es decir, aquella que se ha enquistado en las estructuras del Estado, ha penetrado las instancias del poder y se hace presente independientemente de qué partido político o grupo esté en el gobierno. A ello se suma la tragedia de que, por una mezcla de resignación y determinismo, los ciudadanos –la sociedad en su conjunto– asumimos esta situación como normal.
Felizmente todo tiene un punto de quiebre. Cuando hace dos décadas llegamos al clímax de la corrupción en el Perú, cuando parecía que no había forma de revertir la dominación del Estado por una red corrupta y sanguinaria que tenía todo bajo control, de pronto, un hecho aparentemente insignificante, la aparición de un video, desencadenó una reacción social masiva que puso término a la putrefacta dictadura. Hechos similares han ocurrido recientemente en otros países: Guatemala, Honduras, Corea del Sur y Brasil, entre otros.
Sin embargo, cuando la corrupción es sistémica, no basta el cambio de régimen. Luego del gobierno de transición, los que se sucedieron fueron protagonizando, uno tras otro, diversos escándalos de corrupción que implicaron la detención de asesores presidenciales, renuncia de vicepresidentes y caída de Gabinetes. Todos los presidentes salientes se han ido con un halo de sospecha y han sido sometidos a investigaciones penales que, por lo general, se diluyen con el transcurso del tiempo. ¿Será que acaso estamos condenados al mito del eterno retorno?
Ciertamente no. Ejemplos como el de Hong Kong y Botsuana demuestran que cuando hay voluntad política y se aplican medidas adecuadas, es posible generar un cambio estructural. A veces, para ello se requiere un parteaguas, una situación y un conjunto de personas que hagan la diferencia entre el pasado y el futuro. El escándalo Fujimori/Montesinos fue nuestro parteaguas en el año 2000. Lamentablemente, no supimos aprender las lecciones y hacer sostenible el cambio que se inició con la ruptura de la tradicional impunidad peruana. Vimos con una mezcla de sorpresa y vergüenza a los niveles que nos había llevado la sinvergüencería, pero no fuimos capaces de realizar un cambio sostenible.
A los pocos meses volvimos a las andadas con escándalos de corrupción en el Ejecutivo, el Poder Judicial, el Congreso, los gobiernos regionales, las municipalidades… y aquí estamos, cuando de pronto nos golpea un escándalo de dimensiones siderales a partir de la corrupción desplegada por grandes empresas brasileñas de construcción que, entre otros países, han exportado su mugre al Perú. Esta vez la diferencia es que, por el tamaño, complejidad y tiempo de sus operaciones en nuestro país, no involucra a un gobierno, sino a cuatro, casi la totalidad de gobiernos democráticamente elegidos luego de la dictadura militar.
El volumen de dinero involucrado y los inmensos proyectos de infraestructura dan cuenta de la dimensión de este esquema de corrupción. El reciente acuerdo entre Marcelo Odebrecht y el Departamento de Justicia de Estados Unidos revela la sofisticación de esta práctica: crearon un departamento de administración de sobornos, compraron un banco para canalizarlos, financiaron campañas y candidatos, utilizaron decenas de empresas ‘offshore’.
Al empezar un nuevo año tenemos la oportunidad de construir un país íntegro, esta vez marcado por un antes y un después de Odebrecht. Es tiempo de lavar nuestra ‘jato’ y aspirar a vivir con decencia en esta casa, nuestro querido Perú.