Richard Webb

La economía mundial explosiona. Pasamos casi un milenio entero –del año 1000 al 1800– con un minúsculo crecimiento, de apenas un 0,2% (dos décimos) en el PBI anual, un crecimiento que apenas igualaba el de la población. El quiebre empezó con la revolución industrial, que se inició un poco antes de 1800. Hasta esa fecha, las condiciones de vida seguían casi estáticas, con niveles de vida que hoy serían calificados de pobreza extrema.

En 1820, el Parlamento de Inglaterra, entonces país líder de la revolución tecnológica, dictaminó que el salario semanal para la categoría menos experta de trabajadores textiles debía limitarse a 3 centavos por cada 12 horas de trabajo. Hasta esa fecha, además, la expectativa de vida en Europa se mantenía entre los 30 y los 40 años.

La explosión económica finalmente se vuelve general en el siglo XX, luego de tomar cuerpo en varios países de Europa y en las excolonias de Gran Bretaña. Y, desde mediados de ese siglo, la producción se acelera aún más, creciendo a una tasa anual promedio del 3,6%, y multiplicando su volumen total más de 13 veces en el espacio corto de seis o siete décadas.

Además de su volumen, sorprende la composición actual de esta explosión productiva –casi dos tercios consiste en servicios–. Incluso en los países que lideraron la revolución industrial, la manufactura es menos de un tercio de la producción: en Inglaterra la proporción de manufacturas en la producción total es de apenas el 21%, en Alemania es el 28% y en los Estados Unidos es el 19%. Las actividades dominantes del ‘big bang’ productivo que ha vivido el mundo durante el último siglo han sido, más y más, los servicios. Ni Adam Smith ni Karl Marx vislumbraban semejante derrotero y, más bien, para ambos padres de la ciencia económica el desarrollo debía consistir en productos físicos, no servicios. Sin embargo, hoy vamos descubriendo que diversos servicios terminan siendo no solo componentes principales de la producción total, sino además instrumentos claves para toda la producción, en particular la educación, la salud, la comunicación y el buen gobierno.

El carácter sorpresivo del ‘big bang’ productivo se ha sumado a la evasión de responsabilidad que existe en casi toda sociedad, creando así problemas que no fueron esperados ni imaginados, pero que son resultados directos del gigantesco volumen que ha adquirido la actividad productiva. Uno de esos problemas, por ejemplo, es la increíble cantidad de basura, especialmente la que consiste en productos tóxicos y/o de materiales no degradables, como el plástico y algunos deshechos químicos, y que vienen contaminando no solo las áreas cercanas a las ciudades, sino también al mar y a la atmósfera en general.

La resolución de esos problemas viene avanzando, pero de forma limitada y atrasada. Los efectos más preocupantes, probablemente, son el calentamiento global que se viene registrando y la elevación del nivel del mar, tendencias que presentan una amenaza a ciudades y poblaciones en todo el mundo y que serán sumamente costosas y políticamente difíciles de atenuar y compensar.

De otro lado, la revolución productiva que representa el ‘big bang’ nos abre sorprendentes posibilidades favorables, incluyendo beneficios no usualmente contabilizados en las cuentas nacionales, como la multiplicación de la comunicación, el papel central que adquiere la educación y la mayor posibilidad de finalmente acabar con la pobreza extrema.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Richard Webb es economista

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