Hace algunas semanas, comenté que los financistas de organizaciones no gubernamentales (ONG) debían hacerse responsables del destino de sus recursos, en el sentido de que estos no deberían destinarse al activismo político ilegal en el país, ni a actividades ilegales como la minería ilegal, el lavado de activos, etc.
Es inaceptable que otros países o financistas privados sostengan ONG políticas en el Perú y saquen cuerpo cuando se trata de evaluar la legalidad de sus acciones. También puse ejemplos de ONG políticas que podrían estar promoviendo la realización de actividades ilegales, y me manifesté a favor de una regulación que transparente los ingresos y establezca sanciones por el mal uso de los fondos recibidos, citando la legislación de países desarrollados (EE.UU., Australia, etc.).
Dicho esto, quisiera aclarar que las ONG políticas juegan un rol importante en nuestra democracia, y su trabajo no debe ser estigmatizado ni perseguido por los gobiernos como si se tratara de vehículos que ponen en riesgo la democracia. Sin embargo, la regulación propuesta por el Congreso contiene excesos que abren la puerta a que las persigan.
Primero, las sanciones llegan hasta las 500 UIT (S/2′575.000) o la cancelación del registro. Se trata de sanciones muy altas si consideramos que por infracciones a normas similares en EE.UU. se impone hasta US$10.000, mientras en Australia el máximo es de US$13.363. Además, se incluye la posibilidad de extinguir la persona jurídica por decisión administrativa, algo ya declarado inconstitucional por el TC (Exp. 9 y 10-2007-PI/TC).
Segundo, se usan frases muy amplias para establecer infracciones muy graves como “usar indebidamente los recursos de la cooperación técnica internacional o de las donaciones recibidas del exterior”, abriendo la puerta a que gobiernos poco democráticos busquen la sinrazón para perseguir a ONG incómodas.
Tercero, se imponen sanciones muy graves por “la variación en la ejecución de actividades respecto de lo inicialmente programado”, sin siquiera indicar en cuánto tiene que variar para incumplir, y con un nivel de burocracia extenuante.
Cuarto, respecto de los datos que la norma exige presentar, tales como nombre, domicilio y datos de contacto, habría que ser mucho más precisos en que no se trata de entregar información personal de los representantes legales. No queremos promover portátiles en las casas de titulares de las ONG.
Quinto, prohibir que las ONG contraten con el Estado es desproporcionado. Si lo que se desea es evitar contratos en los que haya conflictos de intereses, por ejemplo, que una misma ONG capacite jueces y litigue, acótese la restricción.
Además, esta regulación no debería aplicarse a organizaciones cuyo objeto social y convenios de donación busquen recibir donaciones de carácter asistencial o educacional, como es el caso de comedores populares u ollas comunes; a menos que decidan realizar activismo político, que a veces ocurre.
Esta excepción no quiere decir que, si se encuentran operaciones sospechosas de organizaciones sin fines de lucro, no deba hacerse nada. Tómese en cuenta que en el período 2018-2020, se detectaron operaciones sospechosas por casi US$3 millones de organizaciones sin fines de lucro. Pero hay otros mecanismos que se pueden usar desde la UIF y el sistema de justicia para fiscalizarlas.
En conclusión, necesitamos una regulación que permita fiscalizar el destino de los aportes y hacer corresponsables a los financistas, pero con matices que no pongan dinamita en manos de futuros gobernantes autoritarios de cualquier tendencia.
Imaginen un titular como este: “ONG financiada por tal país o persona viene realizando actividades prohibidas”. ¿Creen que se continuará con ese financiamiento? La respuesta es evidente.