No cabe duda de que el Gobierno es tan bueno en estrategia política como malo y corrupto en gestión pública. Hay que ser un genio de la diplomacia y un cínico de antología para convencer al Consejo Permanente de la OEA de que las investigaciones fiscales al presidente de la República, las acciones de control político del Congreso y el ejercicio crítico de la libertad de prensa forman parte de “una nueva modalidad de golpe” contra la institucionalidad democrática en el Perú.
Y para ocultar aviesamente que quien desconoce los principios de la democracia representativa –que es lo que la carta Democrática de la OEA defiende– es un Gobierno que, en lugar de aclarar las imputaciones de corrupción, ataca sistemáticamente y por varios medios a la Fiscalía de la Nación, al Congreso y a la prensa simplemente por cumplir con sus funciones constitucionales. Un gobierno que no soporta la independencia de los poderes.
Cuestionar la actuación autónoma de los poderes del Estado para deslegitimarlos y hasta amedrentarlos no solo desconoce y vulnera el principio de separación de poderes, intrínseco a la democracia representativa, sino que suele ser el paso previo al sometimiento de esos controles horizontales para instaurar regímenes autoritarios. Que era exactamente lo que perseguía el Gobierno en los primeros meses de su gestión con el proyecto de cerrar el Congreso para instalar una asamblea constituyente, instrumento bolivariano para concentrar y perpetuarse en el poder. Aquí, más bien, el Congreso defendió la democracia representativa aprobando normas para impedir su disolución arbitraria y el avance de un referéndum inconstitucional que apuntaba a ese fin.
Pero luego de ello el Gobierno reaccionó debilitando sensiblemente el contrapeso del Congreso mediante la “compra” de los ‘niños’, que ni siquiera sabemos cuántos son. Es decir, la búsqueda del control del otro poder mediante la corrupción. Algo incalificable que, en su momento, dio lugar a la caída de Fujimori.
Entonces, ¿quién afecta la democracia representativa? Lo increíble es que la OEA haya caído en el cuento de Castillo, como si estuviera dominada por esos regímenes que justamente han hecho cera y pabilo de la democracia liberal y representativa. La pregunta es si el Perú puede soportar una burla tan descarada y una afectación tan clara a su soberanía.
Hay la teoría del búmeran: los hechos son tan claros que al final el Gobierno quedaría expuesto internacionalmente en toda su desnudez. Pero eso depende de la imparcialidad de la Comisión. Si nos guiamos por la resolución que la crea, no hay tal imparcialidad. El primer punto dice: “Expresar su solidaridad y respaldo al Gobierno democráticamente electo de la República del Perú, así como a la preservación de la institucionalidad democrática”. Es decir, recoge plenamente el cuento fantástico del Gobierno.
Se pretende una misión mediadora para instaurar un diálogo, pero dialogar sobre qué si lo que se señala como afectación a la institucionalidad democrática no es sino la actuación constitucional de los poderes. Salvo que el pretendido diálogo sirva para diseñar la transición, al estilo de lo que fue la misión de la OEA en los últimos meses de Fujimori, que acordó, por ejemplo, la reforma constitucional de reducción de mandato presidencial y congresal, la convocatoria a elecciones generales e incluso una nueva ley de elecciones. Pero ese diálogo no necesita de la OEA, ni serviría, por supuesto, para detener las investigaciones de la fiscalía, ni los procedimientos de la subcomisión de Acusaciones Constitucionales, ni cualquier otra iniciativa congresal.
Sorprende, por último, que gremios empresariales e instituciones de la sociedad civil hasta el momento de escribir estas líneas no se hayan pronunciado contra esta maniobra que es una burla grosera a la inteligencia de los peruanos, pues las investigaciones sobre corrupción no desestabilizan la institucionalidad democrática; la protegen. Quizá nos merezcamos entonces la indigna injerencia foránea.