Firmo y sonrío conforme la fila avanza, hasta que llega este niño a entregarme su ejemplar pirata. Abro con lentitud la tapa mientras procuro ordenar mis ideas. De reojo, noto que la promotora de mis libros infantiles conversa con la maestra y yo mismo me regaño: este trance lo tienes que solucionar tú mismo. Con la sorpresa aparece la indignación de sentirme robado por algún canalla, pero allí mismo se le antepone la gratificación de saberme pirateado: el tira y jala de un país como el nuestro, en el que la contradicción es otro gas en la atmósfera. Casi en paralelo, trato de imaginarme a los padres de este petiso. ¿Serán pobres o, simplemente, son descuidados? Demasiado pobres no deben ser: estamos en un colegio privado dentro de un brioso distrito emergente. Me pregunto, ¿es la pobreza una condición que justifica el latrocinio institucionalizado? ¿No he conocido, acaso, a padres obreros que se quejan de los costos de los libros pero gastan más en cerveza?
Me alejo de la familia de este niño y salto a un entorno más grande: ¿qué sociedad es esta que, con la excusa de ser desigual, se las arregla para atentar contra quienes crean cultura y tecnología? Los países que más se han desarrollado en los últimos cien años son los que tienen más patentes que protegen a sus inventores: ¿no es parte de nuestro atraso ser complacientes con los que roban y no comprometernos más con los que crean?
Antes de que mis pensamientos vayan aún más lejos, soy honesto conmigo mismo y me digo: aceptar este libro no te va a hacer ni un rasguño financiero. La verdad es que mis regalías no son la cabeza de mis ingresos. ¡Pero tampoco lo son para la enorme mayoría de mis colegas! ¿Qué oficio es este que te obliga a estar alerta cada minuto hurgando en los resquicios de toda vida, que te obliga a encerrarte con tus temores, que te hace corregir, tachar y reempezar como un poseído y que, al final, te expone a rechazos y burlas por unos pocos billetes? ¿A cambio, además, de tener que tener otros oficios para sobrevivir?
El petiso del libro me debe estar observando mientras que en mi interior asoman las muertes en la miseria de Vallejo, de Poe, de Emily Dickinson. Sí, soy dramático, pero sigo: más estatuas hay del Quijote que de su autor y muy pocos recuerdan que Cervantes escribió la novela más novela en la penuria económica, y menos se habla de que estuvo en prisión a causa de las deudas. Patricio Pron lo complementa en un reciente artículo: solo el 5% de los escritores británicos obtiene por su trabajo el monto actualizado que, según Virginia Woolf, un escritor precisa para vivir. ¿Qué hacer, entonces, como escritores? ¿Escribir artículos como este? ¿Pedirle a las editoriales que editen menos para que cada libro “valga” más? ¿Organizar una intervención en Amazon y en Internet? ¿Seguir resistiendo con dos o más empleos? ¿Rechazar la firma de este libro pirata, así se trate de un niño?
Finalmente, le pregunto su nombre y le estampo una dedicatoria muy sentida:
“A Luisito, con cariño, a pesar de la piratería”.
El cariño es para él. Lo demás es para sus padres y esta sociedad patas arriba.