Los que fueron grandes factores de distorsión de la república y la democracia en los siglos XIX y XX también lo han sido en el siglo XXI que estamos viviendo. Y es que, en la historia política, algunos tópicos se repiten en cada vuelta de crisis. ¿Cuáles son esos factores?
En primer lugar, la manía cíclica de los golpes de Estado –antes– y de la figura de la vacancia presidencial por incapacidad moral –ahora– para provocar súbitos cambios de mando en el país como recursos de un “sánalo todo” en cada tiempo de crisis. Y, en segundo lugar, la obsesión por “nuevas elecciones” en busca de la transición ideal que generalmente termina en otra crisis.
Así, sin cambios ni reformas reales y efectivas, hemos venido falseando la república y falseando también la democracia.
No hay cuartelazo militar –por “salvador de la patria”que haya pretendido ser– ni vacancia presidencial –por “moralizadora y reformista” que haya deseado parecer– que finalmente hayan legado una perdurable estabilidad al país. Por lo general, en ambos casos, el Perú fue arrastrado a nuevos abismos.
El más fresco ejemplo de estas dos enfermedades políticas proviene del expresidente Martín Vizcarra, cuando forzó obcecadamente la alteración del orden constitucional para disolver el Congreso de mayoría fujimorista por otro supuestamente ajustado a la medianía de sus intereses, pero que terminó por vacarlo.
Las transiciones que siguieron –la efímera de Manuel Merino de Lama y la sesgada a la centroizquierda de Francisco Sagasti– encaminaron al país, como de costumbre, a nuevas elecciones, de las que emergió alguien dispuesto a destruir la democracia y la institucionalidad de la república, así como dividir al país: Pedro Castillo. De haber prosperado su cruzada de agitación política y social, primero, y su golpe de Estado, después, tendríamos instalada una dictadura del corte de las que modelan en la pasarela regresiva latinoamericana: Cuba, Venezuela y Nicaragua.
El régimen de Dina Boluarte, por la que votaron quienes hoy demandan en masa echarla de la presidencia, viene del tiempo de desastre político, social y económico que dejó Castillo. Pudo haber hecho una mejor transición si hubiera designado desde el inicio a Alberto Otárola como presidente del Consejo de Ministros, pero aún puede colgarse con Gustavo Adrianzén de la tramoya del apretado calendario político que le queda para llegar a las justas a la convocatoria a nuevas elecciones generales el 2026.
Escapar del ruidoso loquerío de una vacancia presidencial y de la tentación autoritaria de aferrarse al poder de la mano de las FF.AA. y la PNP –su reciente discurso ante una audiencia castrense parecía evidenciar ese estado de ánimo– es el más delicado desafío democrático que Boluarte tiene por delante. Para comenzar, más le vale considerar a algunos ministros como urgentes fusibles antes que insistir tercamente en ser ella el fusible de cambio a explotar en la primera crisis irreversible.
No insistamos más en manías golpistas ni en obsesiones electorales. Pensemos en la estabilidad política del país, que irresponsablemente se la negamos cada día, desde las propias esferas del poder y desde la calle.