Estamos viviendo tiempos inéditos. La historia parece salida de una película de ciencia ficción o inspirada en la novela de Saramago “Ensayo sobre la ceguera”. Sin embargo, es todo real y ocurre a una velocidad inusitada. Es verdad que históricamente han existido epidemias más mortíferas, como la gripe española o la peste negra, pero el componente de globalidad que le imponen los tiempos modernos al coronavirus le ha proveído de una capacidad de impacto que llevó a la OMS a declararla como pandemia a escasos dos meses de su aparición.
Según el Resource Center de la Universidad John Hopkins, al momento que se escribe este artículo (14:15 p. m. del viernes 3 de abril), el COVID-19 ha matado a 58.004 personas de un total de 1´076.017 infectados en 181 países del mundo, cantidad que cuando usted lea estas líneas se habrá incrementado exponencialmente.
Los gobiernos reaccionan a distinto ritmo y con mayor o menor responsabilidad y eficacia. Felizmente, el peruano lo ha hecho a tiempo y con medidas acertadas. Vale la pena llamar la atención, sin embargo, sobre un aspecto que nos viene afectando – y gravemente– desde mucho antes de que llegara el virus en cuestión. Me refiero a la corrupción. Hoy no solo nos enfrentamos a esta intimidante enfermedad, sino también al hecho, históricamente confirmado, de que en épocas de crisis y emergencias los corruptos se mueven más rápido que el virus y con mayor eficacia que el Gobierno.
En una situación de excepción como la que vivimos, se abren ventanas de oportunidad para la corrupción también excepcionales; en particular, en lo que se refiere a compras públicas exoneradas, asignación de contratos sin concurso, transferencia de partidas extraordinarias, y, más grave aún, el anunciado y necesario reparto de millones de soles en efectivo para mitigar el impacto de la cuarentena en los sectores más vulnerables. A ello habría que agregar la oportunidad de sobornos para los malos elementos de las fuerzas del orden que deben vigilar el cumplimiento de las reglas impuestas con el estado de emergencia o a funcionarios de salud para ser atendidos u hospitalizados (lo que felizmente hasta ahora parece que no está ocurriendo. Por el contrario, se ha visto una actitud positiva de policías y militares en las calles, y ni qué decir de los profesionales y técnicos de la salud).
En tal sentido, corresponde al Gobierno adoptar algunas medidas concretas y focalizadas para evitar que esta vez las hienas que gustan de lucrar con la desgracia humana se salgan con la suya.
A propósito de esta crisis global, los capítulos latinoamericanos de Transparencia Internacional publicaron el jueves pasado un informe titulado “Contrataciones públicas en estados de emergencia”. En dicho documento, de imprescindible contenido, señalan los elementos mínimos que los gobiernos deben considerar para asegurar la integridad de las adjudicaciones que realicen durante la emergencia. Por su parte, Proética le remitió una carta al premier el mismo día con cuatro recomendaciones para mejorar los niveles de transparencia en el gasto para enfrentar la crisis, la misma que ha tenido buena receptividad en el Gobierno.
En resumen, lo que plantean ambos documentos son los pilares básicos de un plan anticorrupción preventivo para el estado de emergencia: i) Centralización de la información, ii) Máxima transparencia, datos abiertos y administración adecuada de recursos, iii) Garantizar la competencia económica (evitar la concentración y acaparamiento), iv) Involucramiento de la comunidad en la fiscalización, v) Seguimiento al gasto público y rendición de cuentas, y vi) Disuasión.
En ese sentido, es necesario que se publique en tiempo real toda la información –de manera entendible– sobre entrega de recursos para aliviar la pandemia (costos y empresas contratadas) y se comparta directamente la misma con los sectores involucrados (beneficiarios organizados, agencias gubernamentales interesadas, Contraloría, Defensoría del Pueblo, organizaciones de la sociedad civil, iglesias y agencias financieras internacionales como el BID y el BM, entre otros). Igualmente, deben incorporarse los candados (cláusulas anticorrupción) y sanciones necesarios a los contratos de compra de bienes y servicios exonerados e incluirse mecanismos de fiscalización y denuncia pública respecto de irregularidades en la entrega de dinero en efectivo o bienes a los sectores vulnerables (el riesgo de canalizar 213 millones de soles en ayuda a los más pobres en todo el país, a través de las municipalidades, es muy alto, teniendo en cuenta que el 92% de las administraciones municipales estaban siendo investigadas por corrupción, según un informe del 2017).
Así como se ha creado un comando anticoronavirus, debería crearse una mesa anticorrupción integrada por los principales actores, y con presencia de representantes de la ciudadanía organizada.
Finalmente, quien sea sorprendido intentando obtener un beneficio ilícito en el contexto de la emergencia debe ser sancionado ejemplarmente y a la brevedad posible, con el debido respeto a las garantías que lo asisten.
Esta vez no nos podemos dar el lujo de fallar, no solo está en juego la salud y la vida de la ciudadanía en general, sino también nuestra autoestima y viabilidad como sociedad capaz de enfrentar grandes retos con solidaridad, esperanza y visión de futuro.
*Autor del reciente libro “La gran corrupción”, publicado por Planeta.
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