A raíz de la primera vuelta de la elección presidencial argentina, realizada el domingo pasado, se discute sobre el impacto de la realidad económica sobre las preferencias electorales. Muchos han expresado su sorpresa al constatar que Sergio Massa, ministro de Economía de ese país desde julio del año pasado, haya obtenido la mayoría de los votos (36,7%), aun cuando Argentina experimenta una inflación anual de más del 138% en el mes de setiembre (en nuestro país fue del 5,04%) y que para el 2023 se proyecta una caída del 2% del PBI (mientras que en nuestro país se proyecta un crecimiento del 2%, según estimaciones del Banco Mundial del mes de junio; aunque recientemente las estimaciones de crecimiento de nuestro país están siendo actualizadas hacia apenas un 0,9%, según el BCR).
Sabemos que un mal desempeño económico atenta contra la legitimidad de los gobiernos y de las instituciones democráticas en general. No es casualidad que la Cepal haya llamado la atención que el decenio 2014–2023(casi 2024) muestra niveles de crecimiento económico aún menores que los registrados durante la “década perdida” de los años ochenta del siglo pasado y que, al mismo tiempo, el Latinobarómetro 2023 muestre que la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia nunca ha sido tan alta. En las elecciones de los últimos años suele registrarse el “castigo” a opciones oficialistas y el triunfo de opciones de oposición y esa era la expectativa razonable pensando en las elecciones argentinas. En parte ese voto de castigo sí ha ocurrido, recordemos que Alberto Fernández obtuvo el 48% de los votos en la primera vuelta de la elección del 2019.
Sin embargo, Massa obtuvo, como se sabe, la primera mayoría. En realidad, el resultado no debería ser tan inesperado. En primer lugar, como hemos señalado, el peronismo tuvo una caída importante en su votación entre el 2019 y el 2023. Segundo, en contextos de alta incertidumbre y temor, como son contextos de alta inflación y de recesión, una parte importante de los electores, especialmente los más vulnerables, tiende a asumir conductas aversas al riesgo. Si el gobierno ofrece mantener subsidios, bonos, plantear diferentes ayudas económicas y defender los empleos, lanza un mensaje atractivo a quien observa que el dinero no le alcanza, que perder el empleo puede ser catastrófico y que las ayudas gubernamentales resultan un alivio concreto. Se podrá decir, con razón, que es el propio gobierno, y en particular el ministro de Economía, el responsable de la crisis, pero acá entra el debate político. El gobierno busca trasladar la responsabilidad a otros: a los grandes empresarios, a la banca internacional, a los organismos financieros internacionales, al gobierno anterior. Es una batalla política por la credibilidad.
Esta estrategia resulta más viable si el principal candidato opositor, Javier Milei, desarrolla una campaña poniendo énfasis en la reducción del Estado, en el desmantelamiento del empleo público, de las políticas sociales. El interés y la adhesión que puede haber suscitado con su discurso antisistema se ve perjudicado por su discurso económico extremista, cuando buena parte de los electores votan con temor y buscando evitar caer aún más en sus niveles de vida.
En el pasado, en América Latina, hemos visto patrones similares en contextos de alta inflación: candidatos que hicieron campaña ofreciendo políticas de ajuste y cambio de modelo por lo general perdieron frente a los que prometieron remedios parciales. En nuestro país, en 1990, en plena hiperinflación, el Apra con Luis Alva Castro obtuvo el 22,6% y, si bien Mario Vargas Llosa obtuvo la mayoría de los votos (32,6%), Alberto Fujimori quedó en segundo lugar con propuestas ambiguas y ganó claramente en segunda vuelta en contra de las políticas de ajuste.
En suma, la economía impacta fuertemente sobre las decisiones del electorado, pero no siempre ese impacto se encauza de la misma manera. Cómo se canaliza depende de factores políticos. Hay que saber interpretar las expectativas de los votantes.