La decisión del Jurado Nacional de Elecciones de fiscalizar y sancionar a las personas y candidatos electorales que insulten a otros postulantes y a organizaciones políticas es una buena medida que debe aprovecharse más allá de la campaña electoral. Con ella se busca evitar la descalificación personal como herramienta en la contienda electoral y promover las buenas costumbres, pero puede ser también el comienzo de una campaña mucho más importante que promueva la construcción de una ciudadanía a través del lenguaje. Fijémonos un poco en las palabras.
Las palabras refieren a objetos, sensaciones, ideas, etc. Por ejemplo, ‘mesa’, ‘placer’ y ‘cultura’, respectivamente. Las palabras también obtienen un significado por su uso. Así, la palabra ‘bárbaro’, que en la antigüedad se usó para referirse al extranjero es hoy sinónimo de extraordinario o digno de admiración. También podemos usar una misma palabra con dos significados diferentes: ‘zorra’ alude al mamífero carnívoro, pero también coloquialmente a la prostituta. Y si bien usted puede en su casa decir “oye, zorra, dame un placer bárbaro sobre la mesa”, es sancionable que se dirija a una candidata electoral o autoridad de esa manera. Para entender la importancia de esta medida –cuya pena es de al menos dos años privativos de libertad según el artículo 389 de la Ley Orgánica de Elecciones–, veamos algunos puntos.
Primero, si bien el ámbito privado permite una serie de comportamientos diversos, no todos pueden darse en el ámbito público porque ello destruye la sociedad, genera violencia y crea inseguridad ciudadana. Por eso, es permisible que uno camine desnudo en su casa pero no en la calle, que una pareja hable con lisuras pero no con el presidente de las empresas donde laboran o que uno tome espontáneamente la mano de un amigo pero no la del vecino desconocido en el cine. No se trata aquí de evaluar la moralidad de las conductas privadas, sino de mostrar que en el ámbito público el comportamiento debe seguir ciertas normas. Estas reglas deben promover comportamientos igualitarios –no discriminatorios– fundados en el respeto mutuo. El insulto impide este respeto, pues al agraviar a alguien lo desigualamos, poniéndolo en una posición inferior.
Asimismo, las palabras fijan identidades y el uso que les damos hace que puedan ser positivas o negativas. Si usted le dice a su hijo ‘bruto’, es muy probable que crezca pensando que es un torpe o incapaz.
Frases como “auquénido de Harvard”, “métanse la alcaldía al poto”, “que se vayan al carajo” y apodos como “japonesa”, “kuy gringo” y “el panzón” impiden que los electores fijen una imagen positiva de sus candidatos y gobernantes. También evita la confianza entre peruanos, pues son frases excluyentes y agreden a algún sector. Igualmente, cuando un individuo se refiere a un candidato con insultos destruye la imagen de la autoridad y los valores que la acompañan. Agraviar no es sinónimo de libertad de expresión; podemos decir lo que queramos sin recurrir al insulto. Finalmente, el insulto como medio de comunicación refleja una pobreza de ideas y sin ideas no se puede gobernar. Donde todo vale, nada vale en realidad.