Las cinco y veinte. Un grupo de oficinistas apuran cerveza alrededor de una jarra semivacía. Han salido temprano a ver uno de los partidos del mundial en pantalla LED y HD en uno de los locales de la calle más bullera de Lima, la de Las Pizzas, calle cuyo atractivo dejó de ser la pizza hace años. Alrededor hay mesas de turistas, chicas de oficina, chicas de oficio, chibolos al comienzo de su experiencia callejera. Todos juntos, mezclados, algunos ojos puestos en la pantalla, otros puestos en los escotes, otros en las billeteras.
Esa es una de las imágenes que se podrían repetir, con variaciones, durante este mes mundialista que se enciende cada cuatro años (pero que tiene su propia dinámica eterna de calentamiento, engaño y decepción en las eliminatorias previas).
La ciudad no está ajena al evento que congrega la atención del planeta y la vive con toda la idiosincrasia de su ciudad, su gente y su personalidad. Claro que otra cosa sería si estuviésemos en el mundial. Multiplique lo anterior por diez.
A mediados de julio de 1930, el gobierno de Leguía vivía sus estertores políticos. Sería derrocado tan solo un mes después de la primera participación de Perú en un Mundial, la crisis económica global, el descontento político y la corrupción eran el pan de cada día en aquel momento.
Aún así, miles con la vestimenta usual de la época de saco, corbata y sarita, se agolpaban en las afueras de las redacciones de La Prensa y El Comercio para recibir los despachos de los partidos en los que Perú perdió sus dos encuentros.
En 1970, con una Lima recién asustada por el terremoto de mayo y la tragedia de Yungay, Perú jugaría su primer Mundial moderno.
En medio del instalado gobierno revolucionario de Juan Velasco Alvarado, la pueblerina Lima estaba atenta a los triunfos peruanos cantando el “Perú Campeón” y otras canciones de evidente sesgo chauvinista que sintonizaban con la política nacionalista del gobierno de facto.
Se instaló para siempre en nuestra consciencia colectiva la dictadura del equipo de fútbol de 1970 y sus logros para gobernar de facto, también, nuestras mentes hasta el día de hoy.
En 1978, los estertores eran los de la etapa militar y Lima se agolpaba en las vitrinas de algunas tiendas que vendían televisores a color como un sueño inalcanzable que se había prendido en los ojos de los hinchas.
Allí, el celeste y blanco se ensañaba seis a cero contra el rojo y blanco y se instauró la polémica eterna. El fútbol peruano había vuelto a la normalidad, hubiese dicho Martín Adán, si no fuese porque tercamente, en 1982, con Belaunde y la democracia repitiendo el plato, regresamos al Mundial.
Regresamos con un 5 a 1 que con un calvo Lato nos hizo aterrizar de nuevo en Lima a un “Gigante Deportivo”, a un Pocho Rospigliosi, a los eternos goles de Cubillas y a una década de terror. Bienvenida la dictadura de nuestros intentos fallidos.
A pesar de todo esto o quizás por esto mismo, el mundo (y Lima dentro de él) sigue y seguirá girando como un balón de 32 paños.