Nadie sabe hacer cola mejor que los ingleses. Es una marca cultural, una vocación democrática para la que han sido preparados por siglos. En días recientes, muchos de ellos llegaron a Londres desde otras ciudades o países con un objetivo: hacer cola para ver la capilla ardiente de la reina en Westminster Hall. Del 14 al 18 de este mes; es decir, durante cinco días y noches, se formó una cola de varios kilómetros. El estado acompañaba a los “colistas” con las provisiones necesarias. Había baños portátiles, venta de bebidas y otras asistencias. Muchos leían libros y comían un sándwich. El que llegaba a la cola sabía que la espera para ver a la reina no sería de menos de diez horas. Hubo gente que llegó a la cola sabiendo que esperaría 24 horas. Todo se había organizado democráticamente, pues además de la cola principal había una cola alternativa para los mayores y los discapacitados. En su momento más extenso, la cola tuvo una longitud de 16 kilómetros. No importaba. Uno de los asistentes declaró que su objetivo no era solo ver los restos de la monarca. También era hacer la cola; es decir, poder mostrar que seguían siendo una comunidad organizada. Es por eso que alguien la calificó como un símbolo de la cultura británica. La calidad de la cola es el barómetro de la democracia en una comunidad.
No era la primera vez. La cola para ver los restos de Winston Churchill y otros miembros de la realeza también fueron significativas. La de Churchill, sin embargo, apenas duró tres horas. Algo ha ocurrido en estos tiempos que ha provocado un fenómeno como el de la reina. ¿Fue debido al amor y la devoción que ella inspiraba? Sin duda. Isabel mantuvo la capacidad de no enemistarse con nadie. Un rey moderno la tiene muy difícil. No debe decir nunca lo que realmente piensa. Está a cargo de representar a la gente más diversa. Su realeza está en su imagen, sus obras de cooperación y su identidad como representante de una tradición. Los gobiernos cambiarán, pero el país va a continuar y el monarca es, o debería ser, prueba de ello.
Pero quizá haya razones adicionales para explicarnos el fenómeno de las exequias reales. El premio Nobel y, lo que es más importante, interesantísimo escritor Kazuo Ishiguro relaciona el culto en los funerales de la reina con la coyuntura británica y europea. Lo que dice podría aplicarse a cualquier país de hoy. “Los británicos estamos muy divididos”, dice Ishiguro. El ‘brexit’, las tensiones independentistas con Escocia e Irlanda del Norte, y otros temas han creado enfrentamientos profundos. En su entrevista en “El País”, Ishiguro agrega que en estos tiempos de la guerra de Ucrania, la crisis de energía y la incertidumbre sobre el futuro, la gente “necesita de la monarquía porque necesitamos símbolos que nos unan”.
Según los medios, mucha gente de la cola comentaba que esta estabilidad se ha roto, que entramos en una época incierta, que los nuevos líderes pueden no estar a la altura de esta misión. La reina, que había vivido más tiempo como monarca que ninguna otra, representaba de algún modo la estabilidad en un mundo cada vez más incierto. Para muchos, era vista como la madre que protegía a la gente de cualquier mal. Tan longeva y sonriente, parecía eterna. Resistió en silencio a todo lo que se dijo de ella en las series televisivas y en los medios. En su caso, el silencio fue un ejemplo de fortaleza. El mundo que deja tendrá que buscar certezas en otros líderes. Quién sabe cuáles.