Augusto Townsend Klinge

Un país que no está en la capacidad de identificar las formas en que se viola la está condenado a repetirlas. Quien las tolera respecto de políticos ideológicamente afines crea la oportunidad y la justificación para que quienes están en la otra orilla hagan lo mismo. La democracia debe controlar el poder de todo el que lo ejerza, no solo el de aquel con el que discrepo o que me amenaza directamente.

Opinar sobre el legado de, fallecido esta semana a los 86 años (Q.E.P.D.), es una prueba de fuego para medir convicciones democráticas. No porque crea en esta subclasificación maniquea que solo admite la posibilidad de ser fujimorista o , sino porque entiendo la complejidad inherente a esa prueba.

El era un país sin futuro a inicios de los 90, y los beneficios que generó el gobierno de Fujimori como resultado de haber derrotado el , controlado la hiperinflación y sentado las bases para el crecimiento económico de los siguientes lustros, son incalculables. Al mismo tiempo, cualquier democracia debe ser juzgada desde el “velo de la ignorancia” del que hablaba John Rawls. La ausencia de ciertos controles democráticos puede haber sido inmaterial para algunos ciudadanos en las posiciones más acomodadas, pero para otros puede haber significado, literalmente, ver morir a un familiar por una acción injustificada de las fuerzas del orden o de un comando paramilitar.

Fujimori ganó la elección presidencial en 1990 con ideas muy distintas a las que terminó implementando en el gobierno. ¿Qué hubiese pasado si su viraje autoritario lo llevaba a forzar cambios como los que se aprobaron luego en la chavista? ¿Pensarían igual quienes hoy defienden a media voz el de 1992 o eligen hacer, más bien, como si no hubiera ocurrido? ¿Qué hubiese pasado si Fujimori era el del intento fallido y el que sí logró su cometido?

Que el autogolpe o la rereelección del 2000 hayan sido prácticas luego imitadas por el “del siglo XXI” para consolidar dictaduras de tendencia ideológica muy distinta ilustra el punto. Cuando no hay controles democráticos, uno puede encomendarse a la providencia para que el autócrata que llegue no sea del signo opuesto. Pero aquí tiene razón cuando dice: “Me rehúso a tener que escoger entre dictadores”.

Se han levantado en los últimos días muchos reclamos de coherencia; muy válidos, por cierto. No se entiende que un diario haya calificado como “exdictador” a Fujimori en su portada, cuando años atrás no lo hizo al reportar el fallecimiento de . Pero la coherencia no estaría en eliminar el calificativo en ambos casos, sino en entender que técnicamente calza en los dos, aunque la temporalidad y la gravedad del fenómeno haya sido, en mi opinión, mucho peor en el primero.

Tampoco coincido con quienes quieren hacer ver al fujimorato como un período de la historia peruana excepcional en todo sentido, que no admite comparación. Golpes hubo antes y después, trágicamente; también corrupción y asesinatos perpetrados por el Estado. No debería haber selectividad en la condena.

Desde que asume el poder, un presidente –cualquier presidente– da carta libre a la ciudadanía para que juzgue su legado. El de Fujimori fue uno particularmente ambivalente. Lo bueno fue extraordinariamente bueno, y lo malo fue extraordinariamente malo. Eso debería desprenderse de un análisis objetivo con una dosis mínima de madurez democrática. No es una contradicción en los términos decir que uno está profundamente agradecido por algunas cosas que se lograron en el gobierno de Alberto Fujimori en los 90, y profundamente indignado por otras. Y que guardar silencio sobre las segundas es lo que nos condena a que vuelvan a ocurrir.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio

Contenido Sugerido

Contenido GEC