“Un hombre que adquiere conciencia de lo absurdo queda ligado a ello para siempre”, señaló Albert Camus, quien esta semana cumplió 62 años de fallecido en uno de esos accidentes automovilísticos “absurdos” a los que, paradójicamente, se refirió en alguna oportunidad. Bordeando el medio siglo de su llegada a un mundo violento, como fue el de la Argelia colonial, y con un boleto de tren en el bolsillo –que sin duda hubiera evitado una gran pérdida para la literatura universal–, el autor de “El mito de Sísifo” murió instantáneamente. A tan solo tres años de obtener el Premio Nobel de Literatura, donde en su discurso de aceptación confesó sentirse abrumado por el reconocimiento a una labor que él percibía como de intersección entre lo individual y lo colectivo y que sus pares, la mayoría de ellos en el anonimato, realizaban cotidianamente en favor de la humanidad. El vástago de Catherine, analfabeta, sorda además de lavandera y a la que su hijo adoró porque le enseñó las pequeñas, aunque profundas ,alegrías de la vida, subrayó que su trabajo consistía en emocionar al mayor número de lectores mediante dolores y alegrías compartidos. Era por lo anterior que se sentía obligado a someterse a la verdad más humilde, pero también a la más universal. Y, a partir del reconocimiento de estos dos registros, confesaba que lo suyo era comprender antes que juzgar. Evitando tomar partido más que, en última instancia, por el creador, tanto en su versión manual o intelectual.
En “La peste”, Camus rescató los destellos de una humanidad que, siguiendo su argumento, fue capaz de resurgir en situaciones límite. Ello no significaba, sin embargo, dejar de reconocer la brutalidad de nuestra destructiva especie. Lo cierto es que un escritor nacido en los extramuros de la soberbia cultura occidental supo entender no solo la ambivalente condición humana, sino la difícil ecuación, a ratos esperanzadora, de absurdidad y vitalismo, que es la marca de nuestro complejo derrotero terrenal. Y de esa corroboración, cuyas premisas remiten a los clásicos, surge una de las interpretaciones más acertadas para siglos, como el XX y XXI, plagados de incertidumbre, violencia, destructividad, odio, además de ese nihilismo que tanto preocupó al autor de “El extranjero”. Es en esta obra perturbadora donde Camus estableció un ideario, basado en una ética personal, que hasta su crítico acérrimo supo reconocer como trascendente. Luego de subrayar el “obstinado humanismo” de su amigo-enemigo , Jean Paul Sartre señaló, en un homenaje póstumo, que tanto la austeridad como la pureza e innegable sensualidad de Camus lo conectaban con los moralistas franceses que, tal como él, supieron ver más allá de los acontecimientos masivos de su tiempo. Cabe mencionar que el secreto para esa suerte de lucidez serena en medio del caos más absoluto (pienso en el ejemplo de Michel de Montaigne) fue reelaborada por el mismo Camus, en su discurso pronunciado en Estocolmo, cuando afirmó que la tarea fundamental de los creadores era “forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos”. Ello, a fin de “nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte” que se agitaba en la historia humana. Haciendo gala de ese concepto denominado “realismo trágico”, Camus recordó que cada generación se creía destinada a rehacer el mundo y la suya era consciente de que no podría hacerlo.
Reconocer la complejidad del momento histórico que se vivía tanto en Francia como en una Europa recuperándose de una Segunda Guerra Mundial brutal obligó a Camus a aceptar el legado de una “historia corrompida” por revoluciones fracasadas, técnicas enloquecidas, dioses muertos e ideologías extenuadas. En ese contexto absolutamente degradado, “poderes mediocres” tenían la posibilidad de destruirlo todo sin respetar la dignidad de vivir y mucho menos la de morir. Ante un mundo desintegrado, donde se corría el riesgo de que los nuevos inquisidores establecieran el imperio de la muerte, lo que correspondía, de acuerdo con Camus, era restaurar una paz que no fuera la de la servidumbre, sino la de la reconciliación de trabajo y cultura. Una nueva “Arca de la Alianza” en la que la apuesta por la vida debía primar. Hoy que lo que busca imponerse es la vilificación y humillación del ‘enemigo’ y su muerte física sino simbólica, toca rendir homenaje al gran Albert Camus, quien nos dejó su extraordinaria obra, además de un estupendo conjuro para estos tiempos abiertamente matonescos: “En el medio del odio, me pareció que había dentro de mí un amor invencible”.