Nada parece seguro. Vivimos en un universo de permanentes sorpresas. Algunos perseguidos se entregan a la colaboración eficaz, una cuñada se fuga, el abogado del presidente renuncia, la cuñada se entrega, dos embajadores de trayectoria se retiran, el abogado del presidente vuelve a defenderlo. En algún momento de esa cadena, el premier afirma que la cuñada será una gran lideresa social y que es necesario “poner de rodillas” a los opositores. Todas las mañanas empieza una sucesión de sorpresas (ya no lo son tanto) mientras esperamos la sorpresa final, que no llega. La renuncia del presidente es por ahora una ilusión.
Mientras tanto, la estrategia del Gobierno consiste en definir las acusaciones como parte de un ataque al pueblo, que el mismo presidente dice representar. Cualquiera que se oponga al Gobierno, según esta estrategia, se opone al pueblo peruano. Esta visión “patriótica” de la corrupción tiene muchos antecedentes en el mundo. Pero sabemos que el presidente Castillo no representa a la población andina ni a los hombres y mujeres de Cajamarca ni a los maestros rurales, que son parte de la grandeza de nuestro país. Su conducta muestra que no tiene nada que ver con ellos. Solo un caudillo se podría arrogar esa distinción.
Y en este universo de temblores sucesivos, de pronto aparecen dos libros que nos devuelven cierta esperanza. En ambos, uno puede reconocer la experiencia vivida por dos peruanos ilustres, que se dedicaron a la expresión de lo más bello y profundo de nuestras tradiciones. Uno es la edición definitiva de “País de Jauja” de Edgardo Rivera Martínez (Alfaguara). La novela de Rivera es la historia de un joven, Claudio Alaya. Durante sus vacaciones en 1947, en Jauja, Claudio vive con su familia, observando vecinos, parientes y algunos amores imposibles. Su experiencia integra el universo andino de mulizas y huaynos con la música de Bach y Mozart. En su vida confluyen las historias populares de su región con las de La Ilíada. Claudio vive una utopía en la que conviven todos los elementos, propios y asimilados, de la cultura peruana. En la novela hay un proyecto nacional que incluye la armonía de sus diferencias en la región central de Jauja, que alguna vez fue la capital.
El otro gran libro que apareció estos días es la autobiografía de Susana Baca. “Yo vengo a ofrecer mi corazón” (Plaza y Janés) es la historia de una gran artista. Uno de los personajes fundamentales del libro es Carmen, su madre, y el mundo familiar en el que la pobreza y la generosidad se confundieron para sostener una vida. El libro se inicia con una frase premonitoria: “Podría decir que mi historia comienza el día en que decidí volar”. El episodio doméstico al que se refiere (tirarse, siendo niña, de lo alto del tragaluz de su cocina con dos sopladores) es el preludio natural de una música que surcaría los cielos. La compañía de Ricardo Pereira fue fundamental en su despegue, como bien queda recalcado en su relato. Personajes como Alejandro Romualdo, Juan José Vega, José María Arguedas, Chabuca Granda (los episodios dedicados a ella son especialmente relevantes) desfilan a lo largo de esta historia.
La música de Susana Baca recogió las raíces profundas de nuestra cultura, y las sigue proyectando al mundo. Su obra recuerda lo que dijo Manongo Mujica, recogiendo una frase de su padre, en la presentación del volumen. Que ser peruano es pertenecer a “una aristocracia del sentimiento”. Vale recordar las historias de lucha y realización, del amor a la cultura que nos define, para recordarnos lo que podemos ser, lejos de los temblores de hoy.