Hubo una época en que me gustaba todo lo que veía o lo que me contaban. Hoy, por el contrario, de lo poco que veo, no me gusta nada. En los días más amables, cuando un discreto brillo solar basta para sentirnos algo mejor, me revelo imprevisible. Momentos en que prefiero no mostrar criterios definidos. En los que me permito oscilar. Una actitud que no significa ser equidistante ni ser moderado hasta el aburrimiento, escribiendo palabras que no dan ni frío ni calor, que no son ni chicha ni limonada. Ser imprevisible significa contar con una opinión formada, pero que al defenderla resultamos dialogantes, abiertos, generosos para con el adversario. Tanto que no nos cuesta nada cambiarla por una mejor.
Pero lo cierto es que no abundan los días en que nos mostramos imprevisibles. Más bien, la rutina nos presenta un repertorio de eufemismos para ocultar lo que en verdad pensamos y evitamos decir. Es cierto que son los políticos, economistas y empresarios los más conspicuos usuarios de palabras blandas para expresar situaciones duras, maestros de denominaciones alternativas para camuflar, dulcificar u ocultar realidades. Pero también periodistas y escritores pueden caer en el vicio, pues los eufemismos resultan pegajosos y muy difíciles de esquivar. Nos exigen un diario ejercicio de autoconsciencia para huir de ellos. “El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, sostenía Orwell. “Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”, añadía el autor de “1984″.
¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!, escribía Vallejo en su poema. Y lo releo ahora que escribo una crítica de una novela pésima y dudo si endilgarle el adjetivo “fallida”, que salgo de una exposición de arte conceptual por la que no sentí nada y la llamo “interesante”, o luego de un infausto ensayo teatral califico a sus actores como “entusiastas”. Es justo criticar la retórica vacía del presidente, pero el palo debe caer también sobre nosotros, acostumbrados a la ambiguedad y al disimulo.
Buscar la palabra justa, nombrar las cosas por su nombre, dejar claro por qué utilizamos cada término elegido, es una postura moral frente a la realidad. La dificultad del lenguaje, curiosamente, radica en su aparente facilidad: enunciar el mundo directamente, llamando a las cosas por su nombre, como lo hacen los niños. No rehuir la realidad por su dureza o su naturaleza incómoda. Animarnos, por fin, a denunciar el eufemismo por falso, por ser responsable de nuestra contemporánea hipocresía.
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