Luego de tres meses de cuarentena y revisando lo que sucedía a comienzos de abril, me topé con mi última columna de (casi) pleno optimismo que concluía: “Quizás estemos frente al reto colectivo más grande de nuestras vidas. Además, uno cuyo resultado literalmente depende de todos. Si logramos […] salir razonablemente bien parados (¡y eso no está asegurado!), podríamos decir, quizás por primera vez con verdad, ¡nosotros, sí lo logramos!”.
A estas alturas, creo que se puede decir, con razonable certeza y bastante tristeza, que no lo logramos.
Ello pese a la entrega del personal de salud y seguridad y el gran esfuerzo del Gobierno, muy bien simbolizado por Pilar Mazzetti, la jefa del Comando de Operaciones COVID-19, quien siendo muy franca sobre nuestras limitaciones y lo complejo del futuro (la menos política) ha liderado el esfuerzo por mejorar nuestras precarias condiciones de sanidad, con la urgencia que se requería.
Pero la realidad se ha desbordado. Al comienzo de este primer round, el 3 de abril, el presidente anunciaba que “en 8 o 10 días llegaremos al pico y después comienza el descenso”.
No hay plazo que no se cumpla y ese 12 de abril teníamos 6.848 contagiados y 181 fallecidos. No hubo pico y menos bajada. Este viernes llegamos a 220.749 positivos y 6.308 fallecidos. Más alarmante aún, somos ahora el sexto país del mundo con más casos activos. Nunca pensamos que podíamos llegar a esos niveles con las extremas medidas tomadas.
Se suma a esto que la subrepresentación de las cifras nos deja en la semioscuridad sobre lo que viene en el segundo asalto. Viéndolo con optimismo: los expertos dicen que 12 o 14 semanas después, la primera ola de una epidemia tiende a ceder de manera significativa.
La derrota también ha sido en el lado económico. Al inicio fuimos vistos como unos de los países del mundo que más posibilidades tenía de sobrellevar la crisis en este aspecto. El esfuerzo por lograrlo ha sido enorme y en términos generales la mayoría de los entendidos coincide en que el diseño estuvo bien, pero el burocratismo en la implementación ha sido de tal nivel que no se logró el objetivo. Según el Banco Mundial, el Perú va a ser el país de América Latina cuya economía se va a contraer más en el 2020 (-12,5%).
En resumen, si a muchos países de América les está yendo mal, nosotros estamos en el pequeño grupo que le ha ido peor.
La principal explicación creo que tiene que ver con el país que somos (70% de informalidad, pobreza muy grande en números absolutos en las ciudades, etc.); con el Estado que tenemos (trabado para producir resultados eficientes y rápidos); y nuestra mayoritaria forma de ser (“las normas son para otros, no para mí”), que atraviesa todos los sectores sociales.
A ello se suma que Vizcarra es un extraordinario corredor de 100 metros, tremendamente hábil para manejar coyunturas políticas de corto plazo y encarnar el sentimiento ciudadano (2018: no reelección de congresistas y referéndum, 2019: cierre del Congreso y 2020: estrategia anti-COVID-19); pero se ahoga en las carreras largas, en la gestión cotidiana de los problemas. Su desconfianza lo alejó de la sociedad organizada (iglesias, organizaciones populares y empresarios fueron mantenidos esencialmente al margen de una estrategia esencialmente estatista).
En julio empieza el segundo momento y tampoco va a ser fácil. Parafraseando a Vallejo, puede ser la etapa en que la resaca de todo lo sufrido hasta ahora pueda empozarse en el alma nacional.
Con el virus decreciendo (¡ojalá!) y con el resto trabajando, será el momento en que cientos de miles de nuevos desempleados y los que nunca recibieron el bono o los que hace tiempo lo gastaron, cobrarán más conciencia de que no hay solución a la vista para ellos. Como ya se está viendo, muchos buscarán refugio en la informalidad, pero competirán por un mercado que es ahora más pequeño incluso para los “antiguos” informales.
El corredor principal ha perdido el paso, urge ese segundo aliento que permite a los fondistas retomar vigor y mejorar su posición en la carrera.
CODA: El exministro y actual jefe de operaciones de Essalud, Óscar Ugarte, de 75 años, tenía todas las razones para quedarse en Lima y cuidarse. Decidió, en cambio, irse a Iquitos a arreglar el caos que los había llevado al clímax de la epidemia. Hoy está hospitalizado por haber dado positivo. ¡Recupérese pronto!