Las reacciones al debate entre Joe Biden y Donald Trump son una muestra fehaciente de cuánto se ha debilitado la democracia en los últimos años. En vez de analizar las virtudes y credenciales democráticas de los debatientes, la crítica estuvo casi exclusivamente puesta en las capacidades cognitivas, concentración y coherencia de cada uno de los candidatos. Usando solo estos criterios, Biden perdió mientras que Trump, felón sentenciado e impenitente, sería aparentemente mejor presidente para la democracia más antigua de la modernidad. Y eso sucedió aunque el expresidente mintió 30 veces en sus 41 minutos de alocución.
Es comprensible esta actitud en tiempos en los que gobernantes como Nayib Bukele, Benjamin Netanyahu y Vladimir Putin son admirados por su “mano dura”, inclinaciones autoritarias y desdén por las instituciones y prácticas democráticas. Por el contrario, la búsqueda del consenso y del diálogo es considerado una debilidad. Sin duda, los 81 años del actual gobernante pesan bastante y ponen en duda su capacidad de gobernar efectivamente, pero no es la primera vez en la historia del país del norte que ha sido liderado por un presidente percibido como débil y con un estado de salud deteriorado.
Por esa razón, Franklin Delano Roosevelt quiso ocultar su fragilidad producto de la polio infantil que lo relegó a la silla de ruedas. Pero este reto le llevó a desarrollar una resiliencia que inspiró a una nación en medio de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Se le conoce como el “gran comunicador” por utilizar la radio como aliado en su cercanía con el pueblo y como invisibilizador de su discapacidad. Quiso instaurar la esperanza en tiempos de incertidumbre y paliar las dudas de sus conciudadanos. A diferencia de Trump, que se alimenta del miedo, Roosevelt, en su alocución más famosa, instó a los estadounidenses “a solo temer al temor mismo”.
La edad de Biden no es un peligro para la democracia si las instituciones funcionan bien y ejercen control sobre las posibles limitaciones del presidente. De igual manera, la gobernabilidad está asegurada por la experiencia del partido de gobierno y un gabinete competente. No es así con Trump, que ya ha demostrado que la institucionalidad es un estorbo para su narcisismo patológico. Ya lo mostró al no aceptar los resultados electorales del 2020 e incentivar la subversión contra el Congreso. Su desesperada búsqueda de inmunidad –ahora parcialmente refrendada por la Corte Suprema– y sus amenazas sistemáticas al sistema de justicia simplemente indican que, en una segunda presidencia, pondrá la democracia en serio peligro. Será el reino de la prepotencia y la opacidad, del populismo y la polarización. Y no estamos especulando, sino haciendo hincapié en lo que ya ha manifestado.