Javier Díaz-Albertini

Una de las principales ausencias y debilidades del es la baja institucionalidad pública o privada. Esta conclusión compartida entre analistas ya forma parte de un lugar común. Es lo que está detrás de la falta de orden y respeto en el país porque la nula o el mal funcionamiento de las instituciones es fatal cuando su principal función debería ser regular las relaciones entre todos. Inclusive, Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea dan un paso más y nos advierten de un “” del poder de estas, ya que no solo son corruptas e inoperativas, sino también incapaces de ejercer el poder que les otorgan el ordenamiento jurídico y el mandato ciudadano.

Pero ese está muy lejos de ser nuestro único mal. Si me preguntaran cuál es la segunda principal enfermedad que sufrimos, sin duda respondería que también hay un enorme vaciamiento de la . En buen criollo, cada vez las cosas y los demás nos importan menos. La displicencia se ha convertido en una terrible consigna y forma de vida. Somos inmunes al tremendo dolor que existe en el país. No somos capaces de sentir las heladas en la puna. La violación de un bebe solo suscita algún comentario sobre que somos unas bestias y, de ahí, a seguir adelante. Impávidos, vemos cómo se inicia un nuevo año escolar con colegios cayéndose a pedazos y miles de niños estudiando bajo condiciones intolerables. Sigue aumentando la violencia contra la mujer y las encuestas muestran que continuamos echando la culpa a la víctima. Y ni hablemos del pellejo duro de nuestros políticos, que parecen tener solo amor a sí mismos, a sus múltiples pensiones y hacia algunas amiguitas con beneficios.

Según la novelista y ensayista Siri Hustvedt (2022), la empatía es “como una experiencia de la conciencia ajena” –no es ser la otra persona, sino ser consciente de la experiencia del otro–. El papel que juega la empatía en la sociedad es que permite el intercambio de experiencias, necesidades y deseos entre los individuos. Proporcionando así un puente emocional que promueve el comportamiento prosocial. Esta capacidad requiere una exquisita interacción de redes neuronales que nos permiten percibir las experiencias ajenas, resonar con ellos emocional y cognitivamente, asimilar sus perspectivas, distinguir entre nuestras propias emociones y las de los demás. La empatía nos acerca como comunidad al mismo tiempo que nos afianza como individuos autónomos.

Hoy conocemos que la empatía tiene también una base dura neurobióloga gracias a lo descubierto con la tecnología de resonancia magnética que ha demostrado que, cuando una persona percibe los sentimientos y estados de ánimo de los demás, se activan las mismas zonas del cerebro de la persona que está pasando por la experiencia. Vale decir, no obstante, que la empatía extrema es peligrosa y estresante, espanta a las personas que se acercan demasiado, especialmente cuando son casos de profundo dolor o malestar.

Esto explica por qué múltiples estudios muestran una reducción considerable de la empatía entre los profesionales de la salud. Lo que genera una contradicción, ya que el compartir con otros es una parte esencial de tratar al enfermo, pero, si es una identificación muy fuerte, termina afectando al profesional tratante.

¿Qué puede estar pasando en nuestro país que lleva a la disminución de la empatía? Se me ocurren tres posibles hipótesis. En primer lugar, la empatía se alimenta de la cercanía grupal, cultural y socioemocional, porque facilita la interacción simbólica y lingüística. Hace más viable ponerse en el lugar del otro porque se comparten valores, normas, símbolos, lenguaje, tradiciones. En pocas palabras, la desigualdad y la diferenciación social extrema matan o debilitan la empatía. Somos un país cada vez más lejano entre sí, como hemos podido evidenciar en las últimas elecciones generales y las manifestaciones de inicio del régimen de Dina Boluarte. Nos hemos polarizado y vemos al otro como enemigo.

En segundo lugar, al igual que en el resto de la sociedad global, somos parte de sociedades cada vez más hiperindividuales en las que cada uno vela por sus propios intereses e inclusive, y como es común decir en nuestro país, “tu envidia es mi progreso”.

En tercer lugar, nuestra confianza y cercanía cada vez se reduce más a redes muy cerradas, islas en archipiélagos sociales que solo nos han llevado a que limitemos nuestra percepción del otro a los que son muy parecidos. Más que empatía, practicamos la “autoempatía”: ya no nos pone en el lugar del otro, sino prácticamente en el de nosotros mismos.

Nuestra esperanza es volver a construir lo que algunos llaman la empatía cognitiva: me acerco al otro no necesariamente por lo que siento por la vía emocional, sino por un reconocimiento racional de que estamos embarcados en un mismo trayecto y destino compartido, en una conexión identitaria por el hecho de compartir condiciones de vida y esperanzas similares. Tremendo reto para nuestra clase política.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología

Contenido Sugerido

Contenido GEC