Dentro de unos días celebraremos una vez más nuestra independencia nacional. Casi han pasado 200 años desde la primera vez que gritamos “¡Somos libres!”. Es una conmemoración sagrada porque es la fecha en que el Perú se reconoce a sí mismo y obliga a los demás a reconocer que ya había llegado a la mayoría de edad, que considera que haber nacido como país por ese matrimonio entre la cultura española y la cultura andina y que ya está en aptitud de vivir por su cuenta, libre e independiente. Así, el día de la emancipación es la celebración de esa mixtura de lo español con lo andino, que ha alcanzado su identidad propia.
Por eso me gusta mucho la palabra ‘emancipación’. Los hijos se emancipan cuando llegan a la mayoría de edad y se liberan así de la patria potestad y de cualquier clase de subordinación o dependencia jurídica. Puede mantenerse y hasta incluso desarrollarse el afecto a los padres; lo que, en la práctica, sucede. Pero la relación es ahora de otro tipo: ya no se necesita enseñar al joven la forma de desarrollar su vida; ahora tiene que vivir por su cuenta, tomando sus propias determinaciones. La emancipación nacional supone que el país ya llegó a su mayoría de edad y no requiere ser gobernado por sus padres culturales: ya no le corresponde ni necesita simplemente recibir sino que ahora tiene la libertad –pero también la obligación– de gobernarse por sí mismo y de desarrollarse en la mayor medida para beneficio de todos los peruanos.
El Perú, como tal, es el resultado de fusiones de culturas muy importantes. Somos hijos de nuestro padre español y de nuestra madre andina. Podríamos remontar nuestra genealogía nacional cuando menos hasta los romanos y los griegos por el lado paterno y hasta los Cupisnique, Virú y Salinar (en el norte de los Andes) y Paracas Necrópolis (en el sur) por el lado materno. Todos los encuentros que siguieron posteriormente a partir de esas épocas remotas fueron muy importantes para crear una identidad única. Para nosotros, para los que vivimos en la época actual, el Perú es producto de la fusión de todo ello a través de la unión de las dos grandes culturas que se encontraron en un momento relativamente cercano de la Historia: la cultura inca y la cultura española, las cuales a su vez aportaban un pasado grandioso. Y es así como se forma nuestra patria con el aporte de ambos lados. Este tipo de fusiones pueden ser muchas veces violentas: la historia universal lo muestra en múltiples situaciones. Pero lo importante es que, a pesar de los choques iniciales, las culturas se integran y van constituyendo poco a poco una nueva nacionalidad. Es eso lo que ocurre entre nosotros desde la conquista hasta la independencia. Es este un período de gestación donde se va forjando el peruano actual.
Es así como nuestro Perú nació como lo conocemos ahora, con una identidad propia; heredera de las culturas que, mezcladas en las diferentes etapas de la Historia, dieron lugar al nacimiento de nuestro país. Pero incluso, después de la independencia, hemos seguido recibiendo contribuciones culturales importantes como las aportadas por los italianos, los chinos, los japoneses y otros. Somos, pues, el resultado de un honroso mestizaje.
Un aspecto que debe tomarse muy en cuenta es que el mestizaje está presente en todas partes del planeta. No hay cultura en el mundo que no sea producto del mestizaje, esto es, de fusión de razas, de creencias, de sentimientos y de razones de vivir. No podemos siquiera imaginarnos la cantidad de cruces raciales y culturales que se han producido desde la existencia del ‘Homo sapiens’ hace 150.000 años hasta hoy. En consecuencia, lo que nos distingue a unos de otros no son definiciones de razas y culturas puras, sino los datos propios que resultan de cada mezcla racial y cultural.
El 28 de julio de 1846, el sacerdote, pedagogo, político y ex ministro de Estado Bartolomé Herrera celebró en la Catedral de Lima un tedeum con motivo del vigésimo quinto aniversario de la independencia. En la primera fila de asistentes estaba el presidente Ramón Castilla y sus ministros; y lo rodeaban los soldados que habían peleado contra España para lograr la independencia, esto es, el reconocimiento de la mayoría de edad. En la homilía, Herrera destacó la relación del nuevo Perú con la madre y con el padre político cultural. Fue muy expresivo y manifestó desde el púlpito y frente a una tal audiencia que debíamos agradecer a España “sus costumbres, sus leyes, su ciencia, su sangre y su vida”, así como la religión católica que nos había traído nuestro padre español. Quizá le faltó agregar que el mismo agradecimiento era preciso expresarlo respecto de la tradición andina que formaba la otra parte esencial de nuestra identidad patriótica.
Festejemos, pues, una vez más, esta emancipación que nos ha colocado al mismo nivel de independencia y de personalidad nacional que nuestros padres culturales y que cualquier otro país del mundo.