Todo poder se gasta y el presidencial, por el alto nivel de exposición que tiene quien lo ostenta, quizás sea uno de los que más rápidamente puede perder sus atributos mágicos. No nos referimos, como es lógico, a la facultad legal que asiste a un jefe de Estado para poner en vigor medidas sobre los asuntos que le conciernen. Esa facultad permanece igual desde el primer hasta el último día de su mandato.
Aludimos, más bien, al aura de la que suele estar tocado un presidente recién elegido y que con frecuencia le gana la aquiescencia de una porción considerable de la población –políticos de oposición incluidos– frente a aquellas iniciativas que no dependen exclusivamente de él y demandan el respaldo de otras instancias igualmente oficiales (como el Congreso o los gobiernos regionales) o de la opinión pública.
Por analogía con las etapas de la vida conyugal, se acostumbra denominar a ese período de gracia “luna de miel” y toda administración que recién se estrena mira con gran expectativa la posibilidad de gozar de sus beneficios. En esta pequeña columna, sin embargo, tenemos la impresión de que en esta oportunidad, por las particulares características del proceso electoral todavía en marcha, ninguno de los dos candidatos que están a la espera del resultado dispondría de esa ventaja una vez instalado en Palacio.
–Chúcaro contexto–
Un primer elemento para la formulación de esa tesis es el bajo porcentaje de los votos válidos con los que tanto Pedro Castillo como Keiko Fujimori pasaron a la segunda vuelta (18,92% y 13,41%, respectivamente). Ninguno de los dos llegaría pues a la presidencia en olor de multitud, sino como consecuencia del rechazo que su contrincante inspiraba en electores que originalmente no se habían inclinado por ellos.
Otro ingrediente a considerar sería lo marcado del contraste entre sus propuestas y, en consecuencia, la circunstancia de que, cualquiera que fuese el triunfador, tendría prácticamente a la mitad del país en contra de sus planes desde el primer día.
Un tercer factor que atentaría contra la cristalización de la ansiada luna de miel es el desgaste que uno y otro aspirante presidencial están sufriendo en estos días por el pulseo que protagonizan en las calles, en los medios y ante las autoridades electorales por la forma en que deben ser encarados los pedidos de nulidad de actas todavía pendientes. Los desbordes y apetitos que han asomado por lado y lado a lo largo de estas semanas suponen un costo político que determinaría que ni el postulante de Perú Libre ni la de Fuerza Popular pudiesen llegar al 28 de julio con el poder que han adquirido en las urnas intacto.
El más relevante de los criterios para pronosticarle un contexto chúcaro a quien se ciña la banda embrujada en poco tiempo, no obstante, es la composición del Congreso. Como se sabe, ninguno de los dos partidos que pugnan por la presidencia ha obtenido en la nueva conformación legislativa una mayoría que le permitiría aprobar por cuenta propia iniciativa alguna. Cualquiera de ellas necesitaría tejer acuerdos con varias otras bancadas para intentar sacar adelante sus empeños más preciados… Pero sucede que, en muchos casos, los parlamentarios de esas otras bancadas han alcanzado sus curules sobre la base de planteamientos muy distintos a los que pudiera querer impulsar quien esté a cargo del Ejecutivo; y como es lógico, tales parlamentarios no pueden darles las espaldas a sus electores simplemente porque alguien proveniente de canteras políticas diferentes ganó la elección y tiene otras ideas. La opinable tradición de andarle extendiendo cheques en blanco al ganador de los comicios presidenciales por el mero hecho de serlo conocería, entonces, en esta ocasión probablemente una excepción.
Un resultado electoral no convierte las malas ideas en buenas, ni las inaceptables en aceptables. Y, por lo tanto, no debería haber efecto de “luna de miel” alguno que hiciera a los congresistas que se acomodarán próximamente en el hemiciclo renunciar a sus compromisos de campaña.
Cabe señalar que, si bien este escenario le complicaría la tarea de gobernar tanto a Castillo como a Fujimori, un ejercicio de aritmética simple sugiere que, de los dos, quien más difícil la tendría sería el primero: las afinidades entre Fuerza Popular, Alianza Para el Progreso, Renovación Popular y Avanza País anuncian un bloque más numeroso que el que pudieran conformar en el futuro Legislativo Perú Libre, Juntos por el Perú y el Partido Morado. Quedaría por ver, desde luego, cómo actuarían Acción Popular, Podemos Perú y Somos Perú en cada situación, pero seguramente continuarían mostrando la inconsistencia que han exhibido en el actual Congreso.
–Sonora Matancera dixit–
Todo esto viene a cuento por lo que podría ocurrir el mismísimo 28 de julio, cuando el próximo presidente pronuncie su discurso inaugural frente al país y la nueva representación nacional. No es descabellado asumir que, aprovechando la oportunidad, la administración entrante busque materializar en ese momento sus más caros afanes presentándole al Congreso propuestas que parecerán difíciles de rechazar por las bancadas de oposición por el hecho de ir acompañadas de la amenaza implícita de colgarles el rótulo de “obstruccionistas”.
Lo más probable, sin embargo, es que en esas circunstancias el futuro presidente acabe descubriendo que lo que anticipaba como un trance de complacencia y aplausos será más bien el inicio de una temporada sin luna y sin miel a la que tendrá que ponerle buena cara porque, parafraseando a la Sonora Matancera, si te metiste a demócrata, ahora tienes que aprender.
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