Quienes piensan que con la proclamación del vencedor en las recientes elecciones y su asunción de mando el 28 de julio recuperarán la calma y volverán a sus vidas de antes podrían estar anticipándose. La llegada de un nuevo presidente y un nuevo gobierno no traerán necesariamente un nuevo país.
A lo largo de la campaña electoral, ambos contrincantes se han esforzado por atizar el miedo y la confrontación, algo que ha traído como consecuencia una polarización que se ha extendido a los más amplios aspectos de nuestra vida diaria y tardará mucho hasta que las aguas retornen a su cauce.
El país se ha fragmentado, dividido, casi exactamente por la mitad, y las cifras frías de las elecciones no dejan márgenes para la duda. Si tomamos en cuenta, por ejemplo, el perfil promedio de los votantes de Pedro Castillo y Keiko Fujimori, parecieran que ellos habitasen en dos países distintos.
Basta ver que Castillo obtuvo votaciones superiores al 70% en los distritos más pobres mientras Fujimori recibió cifras similares en aquellos donde viven las personas con mayores ingresos. Como corolario podríamos aportar que uno de cuatro electores en estos últimos lugares no acudió a votar a diferencia de lo que ocurrió en los primeros y también en el resto del país.
Si, como todo indica, Castillo conseguirá ser el próximo presidente, ¿podrá él acortar las brechas y gobernar sin turbulencia después de una campaña que no ha dejado títere con cabeza? Difícil. Esto porque, más allá del asfixiante clima de polarización, deberá enfrentar una tenaz oposición desde el Congreso y una pandemia que no da tregua, a pesar de los plausibles esfuerzos desplegados por el gobierno del presidente Francisco Sagasti en mejorar la atención primaria, aumentar la capacidad hospitalaria e iniciar un agresivo programa de vacunación.
Como si esto fuera poco, sea cual sea el veredicto del Jurado Nacional de Elecciones, las denuncias de fraude de las últimas semanas le están infligiendo heridas gravísimas a las instituciones electorales, las cuales coadyuvarán a poner en entredicho la victoria de quien asuma la presidencia. Y al instaurarse el alegato de que un gobierno no llegó por medios legítimos, el sector de los que no votaron por él podrá justificar su desobediencia y tratar de obstaculizar cualquier medida que intente implantar.
Así las cosas, el futuro mandatario deambulará por los salones del Palacio de Gobierno con un piso resquebrajado no solo por su inexperiencia en el manejo de los asuntos públicos, sino por un sistema democrático que sufre y ha venido sufriendo fuertes embates, merced a los largos años de canibalismo entre los miembros de la clase política que se empeñaron en alcanzar o afianzar su cuota de poder a espaldas de los intereses nacionales.
Al mismo tiempo, con el archipiélago parlamentario que nos deja como legado la primera vuelta, la oposición en el Congreso difícilmente podrá cumplir un papel constructivo ni bien estructurado. También la prensa enfrentará serias dificultades para cumplir con su labor debido a una reputación menoscabada, merced a que un amplio sector de ella decidió cerrar filas a favor de Keiko Fujimori.
Bajo esa perspectiva, acometer la tarea de reparar, corregir, enmendar, sanar heridas en una nación sumergida en una de las peores crisis que se tengan memoria, se volverá una tarea titánica como impredecible.
No obstante, la historia proporciona lecciones acerca de lo que podríamos esperar los peruanos en el futuro y, en ninguno de los casos, las perspectivas resultan halagüeñas. De más está decir que con todo ello aumentarán los peligros de que el nuevo gobierno no consiga mantener la estabilidad política, social y económica que el país requiere.
Y al no conseguir responder a las enormes y genuinas expectativas de la población aumentará la posibilidad de una deriva populista y autoritaria, engarzada en su precariedad y una dependencia creciente de la muchedumbre en las calles como una única alternativa para mantenerse a flote.
Es decir, la tormenta perfecta para que la peor de las profecías se cumpla, a menos que se comience a desechar a los ultras que pululan en ambos bandos, se ponga coto a las disputas viscerales que nos vienen desangrando desde por lo menos un lustro a fin de abocarnos todos a resolver los graves problemas nacionales con la seriedad y la urgencia que el momento requiere.
Solo así podremos salir del profundo hoyo en que nos encontramos y al cual los peruanos sin excepción, de una u otra forma, hemos contribuido a cavar.
P.D.: Mi solidaridad con los periodistas que han perdido recientemente sus empleos. También con quienes vienen siendo acosados por pensar distinto. El hostigamiento y la censura –vengan de donde vengan– no pueden tener cabida en una sociedad democrática.
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