Existen algunas leyes anacrónicas en nuestro país. Por ejemplo, aquella que prohíbe publicar encuestas en la última semana de las elecciones. Como es sabido, esta norma no impide que se recojan las preferencias ciudadanas, sino únicamente que estas sean conocidas por toda la opinión pública. En época de redes sociales y WhatsApp, lo único que consigue ese texto mohoso es impedir que el segmento menos conectado de la población acceda a lo que un grupo de privilegiados sí puede. Asimismo, promueve la confusión y la aparición de encuestas falsas que pululan por el Internet y que apenas requieren de unos cuantos clics para ser fabricadas.
Entre las gracias de la legislación electoral también está el impedimento a hacer propagada política, razón por la cual se me prohíbe opinar sobre algún candidato. Quiero dejar constancia de que aun así pudiese hacer uso libre de este espacio –como este Diario siempre me ha permitido– no lo usaría para hablar bien de ningún aspirante a la presidencia, todo lo contrario, estimados entes electorales, pueden contar con la certeza de que aprovecharía estas líneas para renegar homogéneamente de todos.
Pero dadas las reglas, no queda otra que cumplirlas. Así que, en lugar de discutir sobre la política nacional, incursionaré en el relato breve con un cuento que titulo ‘Los Caníbales’.
“Había una vez una pequeña isla en medio del océano poblada por pigmeos. Hacía no mucho, la isla había sido arrasada por la ira del volcán Jato y los supervivientes pugnaban hoy por el control del territorio. Ante la falta de consensos, acordaron hacer un peculiar concurso para elegir al gobernante del lugar. Este consistía en que los contendores formasen una torre humana. Solo aquel que quedase en el tope de la torre al culminar el concurso podría hacerse acreedor del título de monarca. Así, decenas de isleños se apresuraron a trepar a lo más alto. Al inicio parecía que el más atlético de todos era el que iba a conseguir prevalecer, pero estar arriba solo le hizo presa fácil de los mordiscos de sus oponentes y cayó sin poder oponer resistencia. La dinámica se mantuvo así por semanas. Uno subía, los otros lo mordisqueaban y caía. El público miraba el espectáculo con desidia. Claramente había poca elegancia en el método elegido. Un amasijo de cabezas hambrientas de poder que se intercalaban en la cima. Apenas algunos vítores aislados se escuchaban cuando alguno de los contendientes parecía ascender lo suficiente para lograr la victoria, pero este o bien era indefectiblemente atacado por las mandíbulas veloces de sus contrincantes o bien daba un paso en falso y volvía a deslizarse por dónde había subido.
Tras semanas de incertidumbre en este concurso sangriento, con algo que más que una torre parecía un panqueque de cuerpos, aquel que tenía el cuello por encima de la mancha humana se relamía pensando que había triunfado. Sin embargo, subrepticiamente y desde el fondo de la pila alguien se movía sigiloso. Cuando nadie miraba, aprovechando que por el lado izquierdo la cosa pintaba menos agitada que por el derecho, uno de los contendientes empezó a subir rápidamente hasta alcanzar la pierna del líder. Sin mucho esfuerzo mordisqueó hasta el hueso y vio como su contrincante se desplomaba en un gesto de dolor sobre las cabezas de los cansados participantes”.
Nuestro país no merece la clase política que tiene, pero no queda más que sobrevivir a pesar de ella. Si hace una semana escribía que el horizonte era sombrío, hoy podemos decir que los truenos de la tormenta ya se escuchan sobre nuestras cabezas. Como siempre, quedará en manos de la ciudadanía vigilar la democracia en los años por venir.
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