Al intoxicarnos viendo todos los días a asesinos vaciar sus cacerinas sin mediar palabra, escuchamos por doquier clamar a personas de toda condición que no podemos tolerar más la creciente y desalmada violencia que padecemos.
Dado nuestro calvario, resulta imposible no contrastarlo con la persecución y encarcelamiento de las maras y demás delincuentes salvadoreños. En campaña, el joven presidente Nayib Bukele ofreció erradicar el cáncer y entendió que no se fríen tortillas sin romper huevos. Su gobierno modificó leyes, equipó a las fuerzas del orden, las protegió legalmente y las insufló de una mística de sanación patriótica para alcanzar y garantizar el orden y la paz.
Desde hace un buen tiempo, diversas organizaciones que se atribuyen la defensa de los derechos humanos han gritado sin respirar. Probablemente los reclamos tienen un amparo normativo internacional, pero Bukele –hijo de un predicador palestino– optó por el derecho y la paz de las grandes mayorías y no por todos los derechos –seguramente– de quienes secuestraron a su país.
A velocidad china construyó la cárcel más segura, grande y moderna de América Latina, y recluyó a decenas de miles de delincuentes y de presuntos delincuentes que aparecen contra el suelo en paños menores; imágenes que a muchos en la región despiertan envidia.
En noviembre pasado, las autoridades salvadoreñas anunciaron la quinta fase del Plan de Control Territorial, disponiendo de 14.000 efectivos militares y que consiste en cercar ciudades enteras para capturar a pandilleros y otros delincuentes.
Asesinado hace escasos días un policía en la ciudad de Nueva Concepción, el gobierno dispuso un impresionante cerco militar para capturar a los autores. Por cierto, la crítica internacional llegó velozmente. Diversas organizaciones del primer mundo acusaron al mandatario de violar los derechos humanos de los victimarios, silenciando los de las víctimas.
Si comparamos la drástica reducción del crimen salvadoreño –que nadie duda– con nuestro rampante salvajismo, resulta obvio que somos muchos los culpables de nuestros padecimientos. Los electores, porque hemos encumbrado a incontables incapaces –a su vez, también delincuentes– y no menos fiscales, jueces, legisladores y otras autoridades que nos traicionan jugando en pared con terroristas, con temidos delincuentes, con los cárteles y con sus adinerados defensores.
En el primer mundo, el trato que reciben los avezados delincuentes es muy duro. Por ejemplo, si alguien empuña un cuchillo a menos de 30 metros, no acata el alto y se dirige a un policía canadiense, recibe un mortal disparo. Allí, la política no expone ni sacrifica a quienes defienden la ley.
Aquí sí. Nuestros policías solo pueden dispararle al delincuente después de ser atacados con un arma mortal, un hecho absurdo y grave, ya que no garantizamos la condición y la primacía legítima y legal de quienes nos custodian.
¿Qué razonamiento superior puede sostener la desprotección de la inmensa mayoría? Ninguno. Así, quienes deseamos vivir en paz estamos más que fregados –por no decir otra cosa– ante una insania casi sistémica.
No habiendo justicia para los deudos de los fulminados a cualquier hora por cualquier razón y ante la cocinada cultura de impunidad y estigmatización del uniformado –humillado, golpeado, baleado, ahogado, quemado o volado con ANFO–, sostengo que llegó el momento de desarmar a los que viven de los derechos humanos de los terroristas, de los violentistas orquestados, de los gatillos fáciles, de los violadores y demás delincuentes.
El fin no justifica cualquier medio, pero anhelando justicia y paz, resulta imposible no soñar con los logros salvadoreños. En consecuencia, bien haríamos en escudriñar las políticas de seguridad implantadas por Bukele.
Atacando con determinación y eficacia nuestras brechas sociales, prioricemos también todo lo factible de replicar, precisando derechos, incrementando penas y optimizando procesos. Así afrontaremos el empedrado camino de exterminar la impunidad y la complicidad, y abatiremos el terror que nos invade. Resumiendo, solo gozaremos efectivamente de nuestros derechos humanos cuando tomemos al toro por las astas antes de terminar empalados por sus cuernos.