En la historia reciente, nuestros presidentes han tenido en su séquito a matones, escuderos, cómplices, traficantes, rastreros, locos, amantes y comechados. Pero hasta el momento no teníamos candidatos a bufón. Ahora hay uno que quiere hacer méritos y, para ello, canta baladas, marineras, festejos y huainos con mucho ‘swing’.
PARA SUSCRIPTORES: El agujero de la política peruana, por Hugo Coya
Sin embargo, Richard no es digno candidato para ser bufón de la corte. No es más que un triste payaso oportunista que ha logrado entrar por la puerta grande de la política, no por sus méritos, sino por las enormes grietas que han dejado instituciones que se desmoronan y personas sin escrúpulos. Ha sabido tomar ventaja de una institucionalidad democrática en coma inducido.
En menos de tres años, nuestra democracia herida ha pasado por una vacancia fallida gracias a un indulto tramposo, una renuncia presidencial precipitada por tretas grabadas subrepticiamente, una gobernanza basada –por año y medio– en la amenaza de pedidos de confianza, una disolución del Congreso por razones fácticas y unas elecciones en las que el gran ganador solo recibió el 10,3% de los votos válidos (¡y solo el 6,1% de los electores hábiles!). Y, además, llegó la pandemia al país informal, con déficit en inversión sanitaria y autoridades que la están viviendo como una oportunidad para sacar réditos políticos (populismo) o enriquecer sus bolsillos (corrupción).
En medio de tanto desastre, ¡cuánto bien nos hubiera hecho un verdadero bufón
Hasta bien entrada la era moderna, todo palacio que valía la pena tenía por lo menos un bufón que servía a la corte. A pesar de que se trata de un personaje que normalmente asociamos con las cortes europeas de la Edad Media, también existía en las antiguas China e India.
Las funciones del bufón eran muchas y dependían de los gustos y necesidades del amo o patrón. Sin embargo, lo principal era el humor, arrancándole una sonrisa al encumbrado y a su corte, sacándolo de su tedio y de la rigidez del protocolo. Lo desarrollaban por medio del ingenio, juegos de palabras, acertijos, versos ripios, canciones, cabriolas o balbuceos sinsentidos.
No se discriminaba; hombres y mujeres desarrollaban sus gracias, y la agilidad verbal era una de las características más apreciadas. Lograban su sitial en base a méritos mostrados y constatados en plazas y calles. Eran normalmente descubiertos y reclutados de entre los plebeyos más humildes. Debían esforzarse en la creación de nuevas rutinas para mantener entretenidos a sus patrones. Era común, sin embargo, que parte de la comicidad derivara de sus cuerpos y mentes maltrechos (enanos, jorobados, con discapacidad intelectual, etc.), algo inadmisible en nuestra era posmoderna. Incluso el bufón favorito de la Reina Isabel I de Inglaterra –Richard Tarlton– era un actor cómico que estudió a detalle a los verdaderos locos y tontos para obtener personajes más auténticos.
Según Beatrice Otto (2007), en su estudio sobre bufones, ellos y ellas también cumplían un papel menos comentado, pero harto importante: acompañaban al poderoso en su privacidad. Esta intimidad compartida les daba libertad para dar consejos, criticar políticas y hasta contradecir al amo o patrón. Como el bufón utilizaba la broma como mensajero y era considerado tonto u orate, podía decirle al poderoso lo que nadie más se atrevía, ni siquiera los consejeros más cercanos.
Muchos nobles apreciaban el punto de vista de alguien cercano al pueblo que les hablaba directamente. Les daba la posibilidad de romper el cerco de su entorno cercano, compuesto por familiares, nobles o eruditos que hipócritamente respaldaban o celebraban cualquier ocurrencia del señor.
Justamente uno de los peligros del que detenta el poder es el aislamiento. Como escribí en una columna anterior (“Poder significa nunca tener que pedir perdón”, 01/05/2019), “existe evidencia de que el ejercicio prolongado del poder lleva a un trastorno adquirido de personalidad (hubris) que afecta la capacidad de empatía y ponderación”. Este mal se ve magnificado porque los poderosos tienden a enclaustrarse con su pequeño séquito de confianza. Ello, con frecuencia, lleva a que la realidad sea interpretada entre cuatro paredes y que la información admitida solo sea la que alimenta creencias, temores y fobias de este pequeño grupo.