Finalmente fue proclamado Pedro Castillo, de Perú Libre, como nuevo presidente de la República. Nace una gran ilusión para sus más entusiastas seguidores y hay un enorme rechazo entre sus más aguerridos detractores. En ambos casos, minorías relativamente pequeñas. La gran mayoría lo que está es exhausta y quiere que esta tensión se acabe. Sin embargo, repasando la historia de estas elecciones, concluiremos que lo que viene puede ser aún más desgastante.
Las elecciones del 2021 nacieron marcadas por los condicionantes sanitarios que impuso el COVID-19, así como por los estragos que nos dejó ser el peor país del mundo en términos de mortalidad y con una gran afectación de la economía.
Se sospechaba que nada bueno iba a salir de unas elecciones con 18 candidatos. Ninguno entusiasmaba a muchos y bastantes de ellos recién resultaron rostros algo conocidos en el debate presidencial.
Y así fue: los votos sumados de los que pasaron a la segunda vuelta solo llegaron al 18,41% de los electores hábiles. La segunda vuelta fue, para cuatro de cada cinco peruanos, la búsqueda de su mal menor. Y una buena parte decidió no votar, expresando así su insatisfacción o poco interés en escoger entre ambos.
La ínfima diferencia entre Castillo y Fujimori en el resultado (0,252%) complicó aún más el escenario y llevó a la segunda a intentar lo habido y por haber para que no se proclame al primero. Al final entró en una irracional e ineficiente presentación de todo tipo de recursos que lo único que consiguió, en opinión de la mayoría, fue ratificar su condición de mala perdedora. Y, a la vez, que en una no desdeñable minoría, también según las encuestas, se instale la certeza de que hubo fraude, con las consecuencias políticas que ello tiene.
A mi juicio, este recuento de lo vivido en el proceso tiene sentido en la medida en que debiera condicionar la conducta política de quien finalmente ganó. La ínfima diferencia que le dio la victoria y con solo un tercio de los peruanos votando por él (para ser exactos, 34,94%, el más bajo desde que existe la segunda vuelta) debería dejarle clarísimo lo que debe hacer: concertar y no dividir. Por supuesto, la misma reflexión se aplicaría para Fujimori, y hasta con mayor razón, porque ella entró en la segunda vuelta con muchos menos votantes y fue más evidente en su caso que quienes la apoyaron en la segunda lo hicieron para impedir la elección de Castillo.
Entramos a otro momento. Y a muchos nos preocupa la actuación de nuestro ahora presidente electo a lo largo de los últimos 45 días. Sus pocos dichos y sus múltiples silencios, así como las generalidades y contradicciones, no hacen sino ratificar las profundas incertidumbres que rodean su nuevo gobierno. Hasta ahora su conducta es lo opuesto a la transparencia y, más bien, es de una opacidad alarmante.
A estas alturas no se sabe cómo gobernará. Podría ser como alguien que modera sus planteamientos iniciales y reconoce que no tiene en el Congreso los votos suficientes para sus medidas más radicales. Que, gobernando desde la izquierda, respeta la institucionalidad y la legalidad del país, así como los fundamentos que han permitido a la economía peruana crecer y reducir la pobreza. Que aprovecha las enormes posibilidades que da una economía que se está recuperando rápidamente con precios de los metales que permitirán una caja fiscal holgada para promover mejoras para los sectores excluidos y sufriendo pobreza, los que aumentaron significativamente con la pandemia.
Pero esa imagen compite con la de quien se sigue reuniendo con Vladimir Cerrón regularmente –quien, se anuncia, participará este fin de semana en el congreso de Perú Libre, uno centrado “en lo irrenunciable del programa de gobierno del partido”–. Castillo viene siendo, por decirlo de una manera elegante, muy cauto en el deslinde con el cada vez más grave Caso de Los Dinámicos del Centro, que ya involucra la financiación ilegal de la campaña que lo llevó al poder. También ha comenzado a tener actitudes preocupantes contra la libertad de prensa y es incapaz de pronunciar la palabra dictadura cuando se refiere a las protestas masivas de los cubanos pidiendo libertades y protestando por abrumadoras carencias. (“Estamos teniendo tanta hambre, que hasta el miedo nos lo hemos comido”, es una de las consignas de estos días que pasarán a la historia de ese país, pero que a él no lo conmueven).
¿Quién es realmente Pedro Castillo? ¿Estamos ante un político astuto que está jugando con concesiones a uno y otro, pero que tiene muy claro lo que realmente va a hacer? ¿O ante un hombre no preparado para el poder súbitamente adquirido y está desbordado por circunstancias en las que no sabe cómo manejarse? ¿Una mezcla explosiva (no solo para él) de las dos cosas? ¿Ninguna de las anteriores?
Nadie lo sabe con certeza.
Contenido sugerido
Contenido GEC