Partamos de cuatro evidencias. Las cárceles están cerradas desde principios de abril; pasamos más de dos meses en cuarentena; las medidas de subvención por falta de ingresos se retrasaron y el agotamiento de la capacidad de los hospitales para alojar más pacientes graves ha comenzado a hacerse más que evidente. Usemos entonces nuestra propia capacidad intuitiva para imaginar los resultados a los que puede conducir la combinación de estas cuatro situaciones.
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No se trata de ser alarmistas y mucho menos apocalípticos. Pero las crisis se manejan a dos ritmos que deben avanzar de manera simultánea: apagar incendios como urgencia y evitar los siguientes con la cuidadosa intensidad, no dejar que exploten. La capacidad de anticipación es decisiva en todo salvataje.
Es innegable que enfrentarse a un virus desconocido nos coloca ante el enorme desafío de actuar en medio de la incertidumbre. No tenemos antecedentes que nos permitan medir con precisión el comportamiento futuro del COVID-19. Sin embargo, podemos medir la resistencia de nuestra propia capacidad instalada para enfrentar la emergencia y podemos medir la escasez de nuestros recursos, saber de antemano qué nos va a faltar y en qué momento.
La propagación del contagio en los grandes mercados de Lima era predecible. El desborde de los caminantes también. Pero tuvimos que esperar a la quincena de mayo para que los mercados sean intervenidos. Y más allá de Acho y alguna otra iniciativa particular, no tenemos aún un mapa de campamentos temporales que ofrezcan un cobijo seguro a quienes no tienen techo o a quienes permanecen atrapados en una ciudad sin espacio real para más personas.
La posibilidad de una explosión de contagios en las prisiones está siendo advertida desde principios de abril. Pero el alcance del riesgo que representa parece mantenerse invisible, a pesar de los nueve decesos ocurridos en el motín de Canto Grande o a las casi 200 muertes por contagio registradas hasta ahora dentro de las prisiones. Junto a esto parecen también invisibles los 105 contagios confirmados este mes en hospitales psiquiátricos y las dos muertes y ocho contagios registrados en un establecimiento geriátrico aparentemente ilegal a finales de abril.
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La propagación de contagios en instituciones cerradas conforma una evidencia adicional, la quinta. Pero nadie parece estar interesado en establecer a partir de ella ninguna consecuencia.
Vamos ahora a una sexta evidencia. Las estadísticas sobre hurtos de calle descendieron drásticamente al inicio de la cuarentena. Aún no han repuntado. Pero el portal del PNUD Perú ha confirmado que los indicadores de violencia intrafamiliar y sexual dentro de hogares, básicamente, se mantuvieron. En materia de crímenes, el inicio de la cuarentena tuvo un impacto innegable sobre la vida tal como se desarrolla en los espacios abiertos. Pero mirando los espacios privados, obtenemos que nada relacionado con el crimen puede asumirse modificado.
Las prohibiciones, todas, desestimulan infracciones atendiendo a tres variables: la capacidad del sistema para intervenir a los infractores cerca del momento en que actúan; el tiempo que toma el que sean condenados, y el margen de error con que se procede. Con las cárceles cerradas por tiempo indefinido, el resultado de la ecuación es muy fácil de prever: las prohibiciones, que siempre han sido débiles entre nosotros, tenderán a perder más influencia. Entonces es fácil anticipar que los registros de crímenes de calle comenzarán a subir conforme pase el tiempo, sea cual sea la forma específica que adquiera la cuarentena terminado el mes de mayo.
Las prohibiciones, todas, desestimulan infracciones atendiendo a tres variables: la capacidad del sistema para intervenir a los infractores cerca del momento en que actúan; el tiempo que toma el que sean condenados, y el margen de error con que se procede. Con las cárceles cerradas por tiempo indefinido, el resultado de la ecuación es muy fácil de prever: las prohibiciones, que siempre han sido débiles entre nosotros, tenderán a perder más influencia. Entonces es fácil anticipar que los registros de crímenes de calle comenzarán a subir conforme pase el tiempo, sea cual sea la forma específica que adquiera la cuarentena terminado el mes de mayo.
Hemos adquirido la forma de una sociedad reactiva que espera calamidades predecibles haciéndolas invisibles, encubriéndolas en coartadas semánticas. No dudo, por ejemplo, que las mismas personan que se oponen ciegamente a hacer algo con el hacinamiento en las cárceles rechazarán de plano cualquier iniciativa dirigida a habilitar espacios de detención temporal en las comisarías. Y también rechazarán de plano gastar fondos del Tesoro Público para acelerar el proceso de implementación de grilletes electrónicos. Luego, cuando las cosas pasen, porque terminarán pasando, organizarán rituales simbólicos de expiación de las culpas que no van a asumir como propias.
Mientras, la calle espera en la más absoluta ceguera la siguiente tragedia que se avecine, que llegará envuelta en algún ropaje que la haga invisible.
El eterno retorno no es un mito. Es la forma cíclica de nuestra permanente tragedia irracional.