¿Podemos vivir en estado de alerta? La resignación, esa gran definición de lo peruano, es una virtud o un defecto según se mire. En tiempos de pandemia, es una necesidad. Podemos resignarnos a convivir con el miedo, la incertidumbre, el alcohol en las manos, la mascarilla en la nariz y en la boca, estacionada en algún lugar cerca de la puerta de la casa, en el bolsillo, junto al timón del auto. Podemos escuchar hasta el delirio a otros tomar sus propias precauciones, aconsejarnos, darnos informes, ‘en ese laboratorio toman un examen’, ‘es más barato’, ‘¿por qué no vamos juntos?’. Podemos imaginar que mientras llegan las vacunas, en unos meses remotos, la mascarilla es nuestro tesoro más importante y que nada tiene sentido –ni el paseo, ni el viaje a la farmacia, al banco o al mercado– sin ella. Un inocente trapo con unas amarras ha resultado un talismán, un tesoro, una señal de confianza hacia al otro, un uniforme y el más notorio vínculo social. Antiguo disfraz de los forajidos, ahora es una señal de inocencia. El rostro desnudo, en cambio, es una expresión del delito.
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