José Carlos Requena

Al margen del resultado del plebiscito del próximo domingo en Chile, vale la pena observar lo que pasa en el hermano país del sur para sacar algunas enseñanzas del complejo proceso que experimenta desde el estallido social del 2019 y ver qué aspectos son relevantes al contrastarlos con la también complicada realidad peruana.

Para ello, fue de gran utilidad un encuentro reciente en Santiago, organizado por la Embajada de Chile en Lima, entre el 10 y el 12 de diciembre. A través de la interacción con actores gubernamentales, políticos, académicos, corporativos y mediáticos, fue posible acercarse al escenario actual, que tendrá un nuevo hito en pocos días.

En primer término, es interesante constatar que el estallido social de hace unos años permanece, en la práctica, sin desenlace. Las principales demandas de entonces (cambios importantes en materia de salud, educación y pensiones) se mantienen casi inalterables, a pesar de algunos avances puntuales.

En segundo lugar, el cauce constitucional –que fue un camino creado por el liderazgo político de entonces para canalizar la crisis– parece haber sido desnaturalizado por los dos esfuerzos, que son percibidos como propuestas maximalistas por sus respectivos opositores. Así, aunque brindó un respiro en su momento, la percepción actual es que el proceso constituyó una pérdida de tiempo y de recursos importantes, sin un resultado concreto, al menos por ahora.

Tercero, si se compara al Chile actual con el previo al estallido social, lo que parece primar es una sensación de serio deterioro de las condiciones económicas y sociales y una mayor fragmentación del sistema político. Si bien los resortes institucionales lucen aún importantes, parece difícil encontrar espacios de acercamiento dentro de la formalidad política y aun entre las élites académicas o corporativas. Algo de ello se grafica en el contenido de las propuestas constitucionales, la rechazada en setiembre del 2022 y la que se votará el domingo.

¿Era el suscitado el único desenlace posible? Aquí es quizás útil recurrir a la ‘path dependence’, un concepto de las ciencias sociales que se centra en la secuencia de las decisiones, en este caso, de los actores políticos.

Se dio un cauce constitucional a una crisis social; se eligió luego a una Convención Constituyente, compuesta en su mayoría por progresistas y de sectores que carecían de representación política formal (como las comunidades indígenas); se redactó un texto con propuestas maximalistas que fue rechazado por el 62% de los votantes.

Para desentrampar este nudo, se eligió luego el Consejo Constituyente, compuesto ahora por una mayoría conservadora, que presentó el texto que se votará el domingo. A diferencia del primer proceso –en el que el presidente Gabriel Boric se jugó gran parte de su capital político–, en el actual el oficialismo se ha mostrado absolutamente al margen. La expresidenta socialista Michelle Bachelet, en cambio, ha tomado desde hace unos días una posición activa a favor del rechazo (“El País”, 9/12/2023).

Recién el domingo veremos hacia dónde gira el proceso iniciado con el estallido de octubre del 2019, algo que un informado observador chileno describía como una serie de ficción política con varias temporadas. Pero mirando el proceso desde el Perú, es importante revisar al menos dos aspectos.

Primero, el camino constitucional –que no es el único– presenta numerosos retos que demandan mucha madurez. Segundo, para lograr algo siquiera cercano a un consenso, es necesario estar dispuesto a moverse hacia propuestas más cercanas al del adversario, ya sea a través de un proceso constitucional o de cualquier otro recurso.

Chile, que siempre fue visto con atención desde el Perú, brinda numerosas oportunidades de aprendizaje y de mirarse en el espejo. No en vano sus historias están atadas desde su nacimiento como naciones independientes.

José Carlos Requena es analista político y socio de la consultora Público

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