La situación de Dina Boluarte me parece similar a la que enfrentó Pedro Castillo cuando se descubrió lo de Sarratea. Hubo una presión muy grande para que revelara la lista de los que allí se reunían. No podía hacerlo. Si elaboraba una parcial y “benigna”, corría el riesgo de que los periodistas supieran más de lo revelado, quedando visiblemente en ‘offside’ y agravando su situación.
Con las variantes del caso, creo que eso es lo que le pasa a Boluarte. Contar la verdad sería para ella incluso peor que callar. Por eso, mientras construye una “explicación creíble”, ha decidido chotear también a la fiscalía.
La crisis es muy grave, pero habría que ser muy ingenuo para pensar que ella va a llevar necesariamente a una vacancia o a manifestaciones que empujen su salida.
En términos mediáticos, los Rolex pasarán a segundo plano para dejarle lugar a nuevos estropicios de quienes ejercen el poder; unos que nos indignarán a morir, pero que también les tendrán luego que dejar su sitio a otras indignaciones que harán cola.
¿No pasó nada entonces con la crisis de los Rolex? Por supuesto que sí; para empezar, porque puede salir más. Pero, aun si no sucediera, marzo ha sido de espanto para ella.
Si alguna vez pensó que la salida de Alberto Otárola podía augurarle un futuro mejor con Gustavo Adrianzén a cargo, ella ya lo tiene que haber descartado. Por un lado, porque, como varios han especulado, bien podría ser que el expectorado pueda estar detrás de muchas de estas revelaciones. De ser así, mejor que ella y su hermano anden con el casco puesto.
Por el otro, porque el nuevo ya no es flamante y es visto, por muchos, como un émulo muy desmejorado del saliente. Su defensa de Dina Boluarte ha sido patética y contraproducente. Ha perdido la oportunidad de concentrarse en su función para tratar de reflotar a una presidenta que raya el 90% de desaprobación.
Todo ello en vísperas de presentarse a un Congreso que, pese a lo indignados que dicen estar con la presidenta, le terminarán dando la confianza al Gabinete por ser de su conveniencia.
Esto nos remite al problema más importante para Boluarte y Adrianzén. Si desde hace tiempo la relación entre el poder del Congreso y el del Ejecutivo era asimétrica a favor del primero, con lo sucedido en estas semanas el Ejecutivo se ha encogido aún más. Boluarte no tiene ya casi ningún apoyo y se muere de miedo de hacer cualquier cosa que moleste a los congresistas.
Un par de ejemplos. El Congreso derogó su decreto de urgencia para tratar de contener en algo el avance salvaje de la minería ilegal en el país. El ministro Mucho, que al inicio de sus funciones sostenía “aquellos que quieren trabajar bien [...] necesitan todo el apoyo del Estado, mientras los que no quieren alinearse deben quedar fuera de una vez por todas”, ahora dice: “Vamos a tomar algunas decisiones al respecto, porque, como ustedes saben, el Decreto Legislativo 1607 ha causado realmente mucha preocupación y lo entendemos”.
Otro ejemplo: el ministro de Economía y Finanzas había manifestado sin ambages (y puesto por escrito) la oposición de su ministerio al retiro de las 4 UIT, lo que, según la Superintendencia de Banca y Seguros, puede ocasionar que 9 de cada 10 aportantes dejen en cero su cuenta. Ahora Arista dice: “No podría adelantar qué acciones se van a tomar, porque la decisión no está en manos del Ejecutivo”. Por allí que, cuando lo apruebe el pleno, ni siquiera lo observan.
Al tictac de los Rolex, un Congreso como este se viene consolidando (de facto) como el primer poder del Estado.