La cólera tiene múltiples efectos en el comportamiento de las personas y quizás uno de los más característicos es que, en medio del arrebato, estas terminan expresando sentimientos o ideas que han estado reprimiendo o ni siquiera eran conscientes de tener. Algo de eso puede haber pasado recientemente con el presidente Humala, quien desde la censura a la presidenta del Consejo de Ministros, Ana Jara, está de un humor crispado.
Como se sabe, el mandatario ha descargado su enfado fundamentalmente contra dos presuntos enemigos del gobierno: los críticos de la señora Heredia y los críticos de la política social de esta administración. Y mientras a los primeros les ha encajado el título de “jauría de cobardes”, a los segundos les ha atribuido una hipotética intención de acabar con los programas de la referida política social.
De las destemplanzas presidenciales hacia quienes exigen alguna investigación con relación a la primera dama ya hemos hablado en otro editorial. En esta ocasión, en consecuencia, queremos ocuparnos, más bien, de sus imprecaciones a propósito de los programas sociales, pues en ellas se revela un problema conceptual que puede explicar, en parte, la desorientación que ha existido en materia económica en estos años.
Las más airadas manifestaciones de Humala en esta última semana fueron una respuesta a ciertas observaciones del ministro de Economía del gobierno anterior Luis Carranza. Aunque nunca mencionó su nombre, fue muy claro que era a él a quien tenía en mente cuando dijo: “No me interesa que unos pocos que tienen mucha plata se quejen de que el gobierno invierta en educación y que hablen que eso es politizar un programa tan importante” [sic]. Esto, porque solo unos días antes, Carranza había criticado públicamente que se hubiera incrementado el presupuesto de Beca 18, mientras el número de niños vacunados en el país había disminuido.
Con prescindencia del tono inadecuado y de las arengas a defender políticas que nadie amenaza (“¡Ni un paso atrás!”, llegó a exclamar en un momento de especial indignación), lo realmente preocupante es lo que el presidente dijo en su afán por demostrar lo absurdo de los argumentos contrarios a las decisiones del gobierno.
“Se quejan porque estamos invirtiendo más de 800 millones de soles. Nos quejamos porque invertimos en educación. Entonces, ¿en qué quieren que invirtamos la plata? ¿En las grandes empresas?”, remató con la aparente sensación de haber asestado una estocada definitiva al modo de ver las cosas de quienes objetan aspectos centrales del manejo económico actual. Y sin embargo se equivocó por completo.
Salvo los furtivos partidarios del rentismo, nadie está a favor de que el Estado invierta dinero en las grandes empresas. Esa nunca ha sido una fórmula para promover el crecimiento económico. De lo que se trata es precisamente de lo inverso; es decir, de que sean más bien las grandes empresas las que inviertan en el país, porque solo así se generará riqueza, aumentará el empleo y el Estado podrá recabar nuevos impuestos con los cuales financiar, entre otras cosas, los programas sociales que el gobierno imagina amenazados.
Siquiera concebir, entonces, que existen numerosos partidarios de que el Estado invierta en las grandes empresas puede parecer un desliz conceptual del presidente, cuando no un exabrupto de sinceridad en sus convicciones. Lo cierto es que ha sido el sector privado, a través de sus inversiones y consumo, el que ha posibilitado la enorme reducción en los índices de pobreza del país en las últimas décadas, no la inversión del gobierno, ni mucho menos la inversión del Estado en ‘las grandes empresas’. La generación de riqueza depende de los recursos que las personas y empresas inviertan en crear tecnología, capital y trabajo.
Pero para que eso ocurra tiene que existir un ambiente político y normativo adecuado, y es en la provisión de ese marco en donde esta administración muchas veces marra. Por creer que alguien quiere drenar los recursos fiscales en provecho propio, se deja de actuar en lo que sí compete a la autoridad y beneficia a todos por igual –esto es, en el abaratamiento de los costos de transacción– y se crea, discursivamente, una atmósfera hostil a la inversión privada.
Quizás el primer ministro Pedro Cateriano, quien ha anunciado que la recuperación de la dinámica del crecimiento económico es una de sus principales preocupaciones, pueda intentar contagiarle algo de su saludable serenidad al presidente; y sobre todo, aprovechar para explicarle que la fórmula que sus críticos le reclaman es exactamente la inversa a la que él piensa.