En las últimas dos semanas, intenté hacer una evaluación de la actuación política de Alberto Fujimori, sobre la base de las decisiones que tomó a lo largo de su trayectoria pública. En términos generales, considero que estuvo en sus manos profundizar las reformas económicas que inició, pero el carácter autoritario de su gobierno impidió ese camino. Y Fujimori optó por ese camino en gran medida como consecuencia de su decisión de enfrentar la lucha antisubversiva permitiendo prácticas como la comisión de ejecuciones extrajudiciales, que sellaron una sociedad con Vladimiro Montesinos y otros intereses que marcaron el rumbo general de las decisiones futuras, incluyendo la segunda reelección del 2000 y la red de corrupción que se montó para hacerla posible. Después, con su fuga a Japón, la extradición desde Chile, su juicio, condena e indulto, no dio muestras de arrepentimiento ni un ejercicio de autocrítica.
Sin embargo, este tipo de evaluación pasa por alto los legados que dejó su paso por el gobierno. Decía antes que es justa la comparación con Velasco, en el sentido de que ambos desencadenaron cambios muy profundos que podríamos calificar como revoluciones sociales. Con Fujimori, se inició el modelo de economía de mercado y la legitimación del discurso que indica que la iniciativa individual y la competencia son la clave para la generación de la riqueza, pero también el desdén por las reglas y las instituciones en nombre de los resultados en el corto plazo. Es también la legitimación del discurso antipolítico, antipartido, antiinstitucional, en nombre del pragmatismo, del personalismo y de la eficacia.
Este discurso se pudo consolidar en tanto el gobierno de Fujimori ciertamente podía presentarse como exitoso, como el que estableció los fundamentos de una economía que creció y generó un dinamismo que marcó un claro contraste con la caótica década precedente. La recuperación de las finanzas públicas permitió una reaparición del Estado a través de la inversión pública, que fue desarrollada con cierta lógica nacional en todo el territorio, eficaz para cimentar una identidad popular fujimorista. Y podía presentarse como el que asumió los costos de implementar estrategias que llevaron a la derrota del terrorismo, a pesar de las violaciones a los derechos humanos.
Fallecido Fujimori, por esto, su legado es profundamente ambiguo. Según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), si bien un 47% de los entrevistados señala tener una evaluación “mayormente negativa” de Alberto Fujimori como personaje político, un nada despreciable 37% tiene una opinión “mayormente positiva”, y el 12% tiene una evaluación “positiva y negativa en igual medida”.
La evaluación positiva es bastante pareja entre edades (ligeramente mayor entre jóvenes) y entre sectores socioeconómicos altos y bajos. Cuando se pregunta por la evaluación del gobierno de Fujimori, el “mayormente positivo” pasa a ser mayoritario con un 44%, alcanzando la “mayormente negativa” un 42%. Esta evaluación es más alta en Lima y en el norte, y en sectores altos. Lo que se resalta más entre los elementos positivos es la lucha contra el terrorismo y la mejora de la economía, mientras que entre lo negativo se resalta la corrupción y la violación a los derechos humanos.
Es triste constatar cuán poco han logrado ofrecer la democracia y sus instituciones a un número muy significativo de compatriotas para que la evaluación de Fujimori sea la que muestran estos datos.