En reciente artículo para este Diario, José Matos Mar concluye que “sin base social fuerte, podrá haber crecimiento pero no desarrollo” y que si no lográramos asentar en el Perú un Estado moderno, el bicentenario puede estar signado por un desborde de sectores populares.
Doscientos años se cumplen este mes de la rebelión emancipadora de Pumacahua y los hermanos Angulo. Pumacahua fue alférez real de indios nobles en Cusco y sirvió en el ejército realista por más de 30 años, contribuyendo a la derrota de Túpac Amaru II. Su insurrección contra la corona española se dio cuando ya tenía más de 70 años.
Planteaba Jorge Basadre que si este levantamiento hubiera tenido éxito, la base social peruana –preocupación del amauta Matos– se hubiera afirmado mejor. La independencia peruana habría surgido así desde o con el sur andino y un liderazgo mestizo, y no en la Lima virreinal y criolla y como consecuencia de expediciones libertadoras provenientes de fuera.
Luego, cambiamos “mocos por babas”, según la décima de José Joaquín de Larriva, “del poder de don Fernando al poder de don Simón”. Poco antes de morir, expulsado de los varios países que con gran genio liberó, Simón Bolívar reconoció su fracaso: “Solo hemos logrado la independencia, pero a costa de todo lo demás. La libertad se ha disuelto finalmente en anarquía”. El Perú fue el país sudamericano que más la sufrió.
¿Por qué la independencia hizo prosperar a EE.UU. y, en cambio, postró a la Sudamérica española del siglo XIX? Porque las instituciones y los valores en el norte eran más modernos y progresistas que en el sur. Entre ellos, el concepto del poder contenido y equilibrado. No era solo quién gobernaba, sino también el cómo. George Washington rechazó a quienes quisieron nombrarlo rey y se retiró a su granja familiar después de concluir su mandato. Por ello, en EE.UU., el imperio de la ley empezó gradualmente a enraizarse. Bolívar, en cambio, inventó la presidencia vitalicia. Y no pocos caudillos menores han querido seguir imponiendo su real gana en espacios que consideraban sus chacras. “Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley” es una frase que, en cada país de Sudamérica, se atribuye a alguien oriundo. Pertenece al museo de la cultura política regional. Tal vez por ello todavía es difícil traducir al castellano ‘accountability’; como tampoco resulta fácil transcribir “porque me da la gana” al inglés.
Para Francis Fukuyama, son tres las categorías de instituciones en la base de cualquier sistema político moderno: el Estado, el Estado de derecho y el rendimiento de cuentas gubernamental. Democracia no es solo elecciones frecuentes, sino también el que los gobernantes acepten reglas y se subordinen a ellas, incluso a las que establecen un límite estricto a su poder y soberanía.
A pesar de lo avanzado en los últimos lustros, el Perú cuenta hoy con carencias obvias: su Estado resulta bastante heterogéneo y es bastante débil, su Estado de derecho está lleno de vicios y aunque no haya límites a las críticas en su sociedad, basta leer tuits, ella carece de los instrumentos adecuados para hacer de estas réplicas un contrapeso que resulte fructífero.
¿Con los limitados recursos existentes, qué priorizar? Probablemente, Pepe Matos preferiría concentrarse en superar las debilidades del Estado: mejorar su infraestructura física, potenciar la educación, integrar los pueblos más alejados y abandonados.
Yo priorizaría el esfuerzo por cambiar un país de caudillos por uno de instituciones, uno que afirme el Estado de derecho, el imperio de la ley. Nuestro sistema político opera bajo la premisa de que hay reglas que pueden acatarse en teoría, pero cuyo cumplimiento es posible negociar, que basta convencer a la autoridad de turno para lograr que cambie de opinión o recurrir a la corrupción en los niveles bajos de la burocracia. El World Justice Project mide la situación del ‘rule of law’ en 99 países sobre la base de ocho indicadores: los límites a la autoridad gubernamental, la ausencia de corrupción, la transparencia gubernamental, los derechos fundamentales de la ciudadanía, el orden y la seguridad, la capacidad de hacer valer las reglas, la calidad de la justicia civil y el equivalente en la justicia criminal.
El Perú solo ocupa el puesto 62 en este ránking y, entre los países de América Latina y el Caribe, se encuentra a media tabla. Uruguay y Chile encabezan el listado regional. Las últimas transferencias de poder entre gobiernos con posiciones disímiles han constituido una buena señal relativa, pero indicadores como la poca representatividad del Congreso, el escaso respeto que merecen los políticos, así como la demora y poca efectividad en los juicios de todo tipo constituyen las deficiencias más marcadas.
Cuando los países de Europa oriental se liberaban del yugo soviético, Ralf Dahrendorf escribió en 1990 una “Carta a un caballero de Varsovia”, homenaje sutil a la “Carta a un caballero de París”, escrita por Edmund Burke, en 1790, con sus reflexiones críticas sobre la revolución francesa. Según el pensador inglés-germano, las naciones poscomunistas requerían instituciones que les permitieran gobernarse, crecer económicamente y adaptarse al mundo globalizado. Su conclusión fue: “Se requerirán 6 meses para instrumentar una democracia electoral, 6 años para sentar las bases de una economía de mercado, pero 60 años para construir una sociedad civil sobre la que se pueda anclar una democracia firme”.
¿Cuántos de esos 60 años nos falta recorrer antes del 2021?