El efecto mariposa da cuenta de cómo un levísimo aleteo en un punto del planeta puede ir causando, paulatinamente, un crecimiento del viento que puede terminar produciendo una tormenta en un lugar muy lejano. La crisis generada por una presidenta que quería regalar caramelos a los ayacuchanos para congraciarse con ellos está provocando algo similar en el microcosmos de la política peruana.
No sabemos si fue su idea o si se lo sugirió alguien de su total confianza (sabemos que son dos y siempre confrontados). Pero pensar que la visita contribuiría a la reconciliación nacional –objetivo del viaje, como dijo Otárola luego del incidente– da cuenta de una miopía preocupante.
Cualquier persona medianamente informada le habría advertido que hay media docena de regiones en las que una visita suya no haría sino reactivar el “Dina asesina, renuncia”. Que, si pese a ello insistiese en la visita, su presencia debiera ser bastante breve y sin baño de popularidad. Que se debían extremar las medidas de seguridad, incluyendo que hablara desde un estrado donde los silbidos pudiesen ser disimulados con los parlantes.
Ocurrió todo lo contrario y quiso abrazarse con las personas que se le acercaban, desbaratando con ello la posibilidad de ser protegida de una agresión. Mención especial, por lo frívolo y hasta provocador, el que lanzase caramelos a los presentes, como si fuese una fiesta infantil.
Nada de lo dicho justifica la agresión, pero ayuda a entender que lo ocurrido pudo ser evitado. De hecho, lo único que consiguió Boluarte en Huamanga fue volver a poner en agenda las muertes de su gestión. Los ecos del fiasco trascendieron al país y fueron noticia en el exterior, donde ella vende la imagen de “un país en paz y tranquilidad”.
Todo pudo quedar allí si hubiese sabido tragarse el sapo por los errores cometidos y no buscar chivos expiatorios. Pero no fue así. Los culpables tenían que ser otros. Empieza así una grosera distorsión en la cadena de responsabilidades, que ha desatado una crisis política que nunca tuvo por qué suceder.
Si quería responsables, pues esta debía ser asumida por el jefe de la Casa Militar de Palacio, cuya función es garantizar la seguridad de la presidenta. El rol de la PNP era asignar en la región un número suficiente de policías que aseguraran el orden durante su visita.
Sin embargo, orientaron su venganza contra el comandante general de la policía, destituyéndolo con una resolución suprema que lo convertía en culpable de todos los fracasos frente al crimen.
Se le responsabiliza específicamente del desastre que han sido los estados de emergencia que, como sabemos, fueron decisión intempestiva de Otárola y que la PNP hubo de implementar de inmediato y sin ninguna preparación. Poco más y le achacan la autoría del inexistente “plan Boluarte”.
Nunca había leído algo tan ofensivo e injusto para destituir a un funcionario en las ya varias décadas que estoy vinculado a este tema.
Peor aún si el absurdo e innecesario maltrato al general Angulo se explica principalmente por los choques con el ministro Torres por cambios de colocación, ascensos y nombramientos.
La policía tiene muchos problemas y sobre ello he escrito en mi columna anterior. Pero señalé allí, y me ratifico con lo sucedido ahora, que estos son principalmente consecuencia de pésimas decisiones a nivel político o de falta de liderazgo gubernamental para llevar a la policía por una senda más adecuada. No olvidemos que en marzo del 2023 Otárola anunció “reforma” y “limpieza” de la PNP, y nada hicieron.
La unanimidad que ha generado el rechazo al abuso cometido le ha dado un nivel más serio a la crisis, fortaleciendo la generalizada percepción de que el ministro Torres no está preparado para el cargo y debe irse. La suma de despropósitos ha reactivado también el reclamo del cambio de Gabinete.
Sembraron vientos y cosecharon tempestades. Entre tanto, seguimos perdiendo tiempo en abordar, en serio, las respuestas a una criminalidad que nos desangra día a día.