Lo ocurrido en la Federación Peruana de Fútbol es un reflejo del descalabro institucional del Perú. Un dirigente que se perpetúa durante años, a pesar del rechazo abrumador de la opinión pública, resultados desastrosos de la selección peruana durante décadas, maniobras de último momento para frustrar el cambio y políticos que caen sobre el tema como aves de rapiña tratando de hacerse notar en un tema popular, pero no con alternativas meditadas y viables, sino con cualquier subterfugio que parezca atrayente para el público.
Adicionalmente, según los entendidos, los contendores del desprestigiado dirigente tampoco ofrecían muchas esperanzas de reforma.
El panorama institucional del Perú, por donde se mire, es desolador. A raíz de las elecciones del 5 de octubre se ha discutido hasta la saciedad sobre la crisis o la extinción de los partidos políticos, y ahora los congresistas, casi unánimemente, aprueban una reforma que empeorará la situación prohibiendo la reelección de alcaldes y presidentes regionales.
Uno de los problemas mayores es que en el Perú no existe una carrera política como en los países con instituciones fuertes. En los Estados Unidos los presidentes han sido antes senadores o gobernadores y han mostrado allí virtudes y defectos. En Chile o Colombia igualmente han tenido antes cargos electivos o han sido ministros. En el Perú saltan de la nada a la Presidencia de la República, como Ollanta Humala, con los resultados que estamos viendo.
Los gobiernos municipales y regionales deberían ser un peldaño en el aprendizaje de políticos, para luego proyectarse a las ligas mayores. Pero al prohibir la reelección inmediata se trunca ese proceso, además de privarse a distritos, provincias o departamentos de buenos funcionarios que pueden hacer mucho por sus localidades.
La manera de evitar la corrupción es que funcionen los controles. Pero eso es difícil, laborioso y requiere mucha capacidad y honestidad, características que no poseen ni el Congreso ni el gobierno. Implica cambios reales y decisivos en la contraloría, la fiscalía, el Poder Judicial, la policía, cosa que los políticos no están dispuestos siquiera a intentar. Por eso recurren a soluciones fáciles que probablemente cuentan con aprobación de un pueblo harto de los políticos y que cree ingenuamente que con impedir la reelección va a haber alguna mejoría.
Eso no se compara, por supuesto, con la reelección del presidente de la República, que en un país centralista concentra mucho poder y que puede mal usarlo para perpetuarse en el gobierno. En el caso de municipios (unos 1.800) y gobiernos regionales (25) el poder está fragmentado y aunque pueden generarse cacicazgos locales, es posible desbancarlos, como muestran los casos de César Álvarez en Áncash o Roberto Torres en Chiclayo.
En lugar de prohibir la reelección inmediata, el Congreso hubiera podido, por ejemplo, eliminar la revocatoria de autoridades que desestabiliza la precaria institucionalidad. O establecer normas razonables y firmes sobre la financiación de los partidos, que hoy día reciben, con toda impunidad, dinero de fuentes oscuras, de actividades ilegales o del crimen organizado.
El problema no es exclusivo del Estado o la política, también la sociedad civil sufre de similar degradación. Las organizaciones de los trabajadores como la CGTP o de los empresarios como la Confiep son débiles y si a veces tienen algún reflejo es solo un chispazo, producto más bien de un dirigente interesado en algún asunto particular que consecuencia de la fortaleza institucional.
Instituciones de la sociedad civil han elegido a algunos malandrines para integrar el Consejo Nacional de la Magistratura, organismo encargado de evaluar y nombrar jueces y fiscales.
Hay algunas luces que brillan en ese panorama sombrío. Algunos alcaldes o presidentes regionales que han mejorado sus localidades con honestidad y trabajo, unas pocas instituciones del Estado con funcionarios capaces, decentes y experimentados, algunas organizaciones de la sociedad civil que pugnan por procesar y proponer soluciones en algunos ámbitos.
Pero son esfuerzos aislados, y están destinados a naufragar en el mar de la corrupción y la incompetencia si es que no se produce un cambio fundamental en el gobierno que se elegirá el 2016, teniendo en cuenta que, a estas alturas, ya nada se puede esperar del actual.
Se requiere de un liderazgo fuerte, capaz y honesto para canalizar las energías positivas pero dispersas en la sociedad peruana.