Los peruanos hemos vivido una de las semanas más críticas de la nueva administración y ello ocurre a escasos días de la presentación del Gabinete Bellido en el Congreso. En uno de los tantísimos enfrentamientos –esta vez ideológico– que usualmente nos distraen de lo urgente –la lucha contra las variantes delta y lambda del COVID-19 y un plan de reactivación económica– se han abierto las heridas de una guerra brutal que fue declarada unilateralmente al Perú por Sendero Luminoso. Los que vivimos y criamos a nuestros hijos en medio de las bombas y el fuego cruzado, tenemos aún fresca en la memoria la violencia terrorista. Recuerdo traumático que no ha sido superado porque no nos dimos el tiempo suficiente para una reflexión alturada ni mucho menos para asumir responsabilidades y llevar a cabo el duelo colectivo y la reconciliación nacional.
¿Era prioritario abrir el debate –es cierto que el primer paso lo dio el excanciller Béjar antes de que asumiera el cargo– sobre “la Marina terrorista” (combate por la memoria histórica que queda pendiente) y, además, acusar a su padre fundador, Miguel Grau, por supuesto ‘tráfico de polinesios’ en medio de una pandemia que ha matado a casi doscientos mil compatriotas? Obviamente no. Pero ello se debe a la impericia de un Gobierno que no midió las consecuencias de un nombramiento que buscó ser paradigmático y terminó (por la actual correlación de fuerzas) en el sacrificio del “canciller guerrillero”.
Antes de retirarse, Béjar intentó defender su posición, derecho que –estemos de acuerdo o no con sus ideas– tiene y se le negó. La compañía de producciones Cerrón, ahora descontenta con el nuevo canciller –un embajador de carrera– es responsable directa del debilitamiento de un presidente acorralado mientras sus adversarios se fortalecen. Cuando los símbolos y los sueños de hegemonía –me refiero a la construcción de un nuevo proyecto multilateral en medio de una peste que arrecia– no toman en consideración la realidad, ocurre lo que finalmente aconteció. Un canciller fusible abandonado a su suerte, una población polarizada tomando partido por bandos irreconciliables y una violencia verbal que espanta. Y si tomamos en consideración las palabras del exministro de Salud Óscar Ugarte, la situación se agrava aún más al constatar que Torre Tagle estaba distraído del objetivo fundamental (la adquisición de vacunas) debido a “otra agenda”: apoyar a Béjar, linchado en las redes sociales.
Lo que alguna vez me impresionó del presidente Castillo –por quien no voté– fue su cercanía con la naturaleza, su familia enraizada en el pueblo de Chugur donde la filosofía cotidiana se expresa en cosechar la tierra al alba en contacto con esos animales que su hijo, al mudarse a Lima, lamentó dejar atrás; así como esa casa que vimos adornada con una gran imagen de Cristo y una mesa servida con sopa verde y pan horneado. Qué bien le haría al Perú, humillado y esquilmado por la corrupción y la ambición desmedidas, como señalé el día de su juramentación, si un campesino y maestro de escuela pudiera trasladar su honradez y su capacidad de trabajo a la Nación, rodeado de su familia, en especial de su esposa, otra maestra rural.
La primera dama, recordemos, declaró: “Quiero trabajar con los humildes y con las mujeres”, evidenciando, además, el temple que le permitió sacar adelante a su familia en medio de la adversidad. Qué impacto tan positivo hubiera causado verla en Palacio de Gobierno haciendo patria de la mano de su compañero mientras se apropiaba de sus espacios y los redefinía –pienso en un huerto que hubiera servido de ejemplo para todos nosotros–. En cambio, es la lucha por los puestos públicos, la falsedad histórica, la megalomanía y últimamente la discusión sobre el terrorismo y sus perpetradores lo que nos tiene cavilando en la puerta del cementerio. No cabe duda de que, como la mujer de Lot –convertida en estatua de sal por mirar a un mundo en disolución–, seguimos petrificados. Mirando a un pasado terrible que solo será superado si se apuesta por la vida, la esperanza y el trabajo en equipo. Ello no significa evadir la verdad, que no se puede esconder bajo la alfombra, sino decirle un adiós definitivo a la constelación de teorías violentistas e inhumanas que nos llevaron al infierno que muchos peruanos, por salud mental, prefieren olvidar.
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