La corrupción generalizada y la violencia rampante contra las mujeres fueron dos de los temas que nos interpelaron como sociedad, acaparando nuestra atención en los tiempos, ahora lejanos, de las relaciones cara a cara.
Luego que el COVID-19 trastocó la existencia humana y las prioridades del planeta, nuestra atención se centró en los bonos, las camas UCI, el oxígeno y en la multitud de carencias de un sistema sanitario que no ha logrado evitar la muerte de miles de compatriotas.
Ahora que tenemos una ministra de la Mujer, que estrena cargo, me gustaría llamar su atención sobre un tema que, opino, debe instalarse nuevamente en el centro del debate nacional. Acá me refiero a la trata de niñas, adolescentes y mujeres en general. Práctica delictiva, contra la dignidad y libertad humana, que no ha desaparecido con la pandemia sino que, por el contrario, se incrementa en medio de la impunidad más absoluta. De acuerdo al reciente reportaje de Ana Palacios, la zona de la Triple Frontera entre Colombia, Perú y Brasil es el enclave idóneo para el tráfico ilegal, no solo de droga o recursos naturales, sino también de mujeres y niñas que son privadas de su inocencia y futuro mientras nuestra preocupación está dedicada a combatir la otra peste igual de maligna.
Sin embargo, historias como la de Cindi, hija de la violencia pero también del abandono de un Estado inoperante, muestran que la trata de menores florece, no solo en la Amazonía, sino en Lima, a vista y paciencia de las autoridades cuya incapacidad provoca, incluso, una serie de tragedias personales. Cindi, abandonada por su madre a los tres años de edad y criada por su abuela y un papá esquizofrénico, además de alcohólico, ingresó tempranamente a un albergue estatal luego de descubrirse las palizas que recibía en casa. Y aunque “tutelarizada”, su retorno al lugar del abuso derivó en un nuevo ciclo de violencia y una nueva vuelta al albergue. Cansada de una vida desgraciada, Cindi huyó para vivir por varios años en la calle. Es en esta suerte de último “refugio” donde se convirtió en presa de la banda de los Rufianes de San Juan de Lurigancho y, posteriormente, de la banda Cosita rica.
Víctima inocente de todo tipo de abusos, la adolescente regresó al albergue para ser entregada nuevamente a sus familiares de cuya casa volvió a escaparse. A la fecha Cindi tiene diecisiete años y está embarazada. El caso de Jennifer, víctima de la trata a los trece años, es muy similar. Una niñez de abandono y carencia la colocaron en manos de un mototaxista, quien se convirtió en su primer explotador, pasando de ahí a una larga cadena de victimarios. Al igual que Cindi, Jennifer entró en el laberinto de la burocracia estatal aunque manteniendo su inocencia e ilusión: forjarse el porvenir como manicurista. La indolencia de las autoridades a donde recurrió, y una vida traumatizada, la empujaron a un fallido intento de quitarse la vida.
Las historias de Cindi y Jennifer dan cuenta de un gravísimo problema nacional que no tiene visos de solución, debido a que miles de niñas y adolescentes son victimizadas en el albergue donde se les trata como “criminales” (testimonio de las propias menores) para luego ser traicionadas por un sistema judicial que no castiga con todo el peso de la ley a los delincuentes que las explotan.
Recordemos ese fallo absolutorio contra la trata de una adolescente de Puno, captada en Madre de Dios para acompañar clientes y hacerlos beber en un bar cercano a un campamento minero. La explotación sexual implícita como dama de compañía en el Bar Paraíso evidencia, por otro lado, que dicha situación ocurre muy frecuentemente entre pobres y entre mujeres. Porque como muy bien lo señala Carmen Barrantes, víctimas y victimarias provienen de un mundo de explotación, esto es de un mercado laboral que no respeta el salario mínimo ni la jornada de trabajo e incluso permite el maltrato y el castigo humillante. Lo más insólito de esta historia es que la absolución de las explotadoras de la joven puneña tuvo por argumento que beber con hombres mayores de edad e incluso aceptar el acoso sexual de clientes embriagados no debía considerarse como una “labor” que agotase “la fuerza de la trabajadora”. No quiero ni imaginar la situación de vulnerabilidad de miles de niñas y adolescentes expuestas al horror de la trata en esta etapa de pandemia, amén de la corrupción de un sistema judicial experto en lucrar y no velar por el bienestar de quienes, en teoría, son el futuro del Perú.