Cuando se discuten los problemas de fondo de la sociedad peruana, la conversación suele derivar hacia el tema educativo, muy especialmente a la falta o debilidad de los valores que la educación debe transmitir. Por ello, las normas que se sustentan en el interés colectivo son ignoradas en función del provecho individual inmediato. Pero sabemos demasiado bien que los valores se enseñan con el ejemplo y con el afecto. Solo si la generación mayor se comporta como dice y da muestras de amor y desprendimiento a los menores, su mensaje resultará creíble, capaz de suscitar identificación y entusiasmo. De otra manera, la enseñanza de valores termina convirtiéndose, en realidad, en un aprendizaje de cinismo. Y esta situación está desgastando la sociedad peruana.
Urge, pues, imaginar cómo sería posible una regeneración moral. Hace 130 años, Manuel González Prada pensó que las generaciones mayores eran incapaces de representar una guía para las menores, y por ello clamó: “Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”. Su llamado era a romper con el oprobio del presente a través del protagonismo de una juventud sedienta de ideales, pero con muy pocos referentes que le podrían merecer respeto. Esta apelación es ahora más válida, pero para que cale es necesario transformar la educación.
Y es que además de la dificultad para formar valores, la educación en el Perú arrastra otro gran déficit. Me refiero a la debilidad en nuestra cultura de un espíritu crítico, de la capacidad para producir juicios personales que nos sitúen, como individuos y colectividad, en una relación más esclarecida con el mundo. De hecho, vivimos en una sociedad donde el conformismo avasalla la capacidad crítica. Y solo desde una actitud crítica, y, por tanto, reflexiva, es posible imaginar futuros alternativos a nuestro presente tan marcado por la injusticia, el cinismo, la impunidad y la violencia.
El corazón de la crítica, su condición de posibilidad, es la capacidad de abstraer, de separar, mediante la duda lo principal de lo secundario, de manera que se sintetice lo esencial de una narración o lo relevante de una reflexión conceptual. A partir de la identificación de lo fundamental puede irse añadiendo lo secundario, para reordenar de una manera personal las ideas del texto leído, o los acontecimientos del film visto. La capacidad de abstraer los datos principales implica simplificar,elaborar una suerte de esquema, una síntesis u objetivación que luego podemos comentar, precisando coincidencias y discrepancias.
La capacidad de abstraer requiere de una presencia activa e inteligente, que vaya discerniendo lo fundamental mientras se mira y/o escucha. La dificultad para abstraer es visible cuando una persona, después de ver un filme o leer un texto, no es capaz de sintetizar su contenido de modo que tiende a reproducir la historia en sus detalles mínimos, desordenadamente; o es incapaz de elaborar una definición, en su propio lenguaje, del argumento central de aquello que ha leído o visto.
El desorden que resulta de la dificultad/incapacidad para abstraer suele intentarse enderezar por la apelación a la autoridad, por el aferramiento a dogmas. Sin producir una síntesis, el sujeto no se llega a apropiar de la realidad vista o de las ideas leídas. Y en estas circunstancias no le queda más que repetir lo escuchado aun cuando no termine de comprender qué relación tiene eso con la realidad que no ha podido registrar de una manera precisa y comunicable.
Digamos que la dificultad para abstraer y el dogmatismo son la cara y el sello de la misma moneda; es decir, de la debilidad para razonar como individuos, del facilismo de una mirada, o escucha pasiva y desconcentrada. La exacerbación de la actitud dogmática desemboca en la despersonalización del fanático, en la negación sistemática de la duda y la discusión, en la intolerancia hacia cualquier otro punto de vista. De allí a la pretensión de imponerse mediante la violencia hay solo un paso.
La capacidad para abstraer es una facultad que supone atención e interés y que se desarrolla en el ejercicio de síntesis y comentarios. Todo ello supone que somos –potencialmente– autores; es decir, gente capaz de procesar la información recibida y de opinar con fundamento desde nuestras creencias y valores. Seres valiosos e irreemplazables, y no instrumentos de un oscuro dios que nos quiere a todos iguales.