El Perú que llega a conmemorar el cierre del Bicentenario en el 2024 es un país fracturado. Pero no fracturado en dos partes iguales y equidistantes, sino desperdigado entre muchas y heterogéneas comunidades imaginadas. Al Bicentenario llegaron en disputa dos enemigos políticos con visiones enfrentadas entre la dispersión de una oferta política interminable: el que representó Pedro Castillo y el de Keiko Fujimori. Pero a la sombra de esas visiones radicales crecían otras agendas políticas, las de las redes del crimen organizado que han proliferado con inusitada fuerza. Es cierto que en el Perú contemporáneo existen visiones radicales enfrentadas como lo han planteado Daniel Encinas y Antonio Zúñiga en un reciente artículo. Dos visiones irreconciliables del Perú. Por un lado, una representa al Perú celebrado por las élites y donde el enemigo político es una parte de la población que sabotea el progreso con sus aspiraciones regresivas que conspiran contra el modelo económico y político, una idea que Encinas y Zúñiga extraen de los trabajos de Paulo Drinot. Y, por otro lado, existiría la visión de un Perú en permanente resistencia, que quiere refundar popularmente el país desde abajo, con un movimiento que desplace a las élites. El Perú que permite que Dina Boluarte aún gobierne y el Perú que elevó a Pedro Castillo a los altares. Dos países que no se hablan y no se escuchan.
Estas visiones han intentado guiar la dinámica del debate público, aunque sean –paradójicamente– cada vez menos influyentes en la sociedad peruana. En un sentido similar, Omar Coronel y Félix Lossio también han publicado recientemente un ensayo donde expresan la tensión entre las narrativas de un Perú celebrado, exitoso y promovido con ánimos laudatorios –como los proyectos de la Marca Perú–, y las narrativas de un Perú en disputa, insatisfecho y desplazado por los viejos enemigos de la nación como el clasismo, el racismo y la exclusión. El Perú del ‘boom’ de los minerales y el Perú del muro entre La Molina y Villa María del Triunfo.
Estas visiones contrapuestas de la peruanidad entran permanentemente en disputa, pero han demorado en comprender la acelerada transformación de la sociedad peruana. Han demorado en comprender el rol de la informalidad de la economía peruana en la política y la irrupción del crimen organizado. Por eso, el valor explicativo de las realidades políticas ha terminado desbordado. Un ejemplo de esta falta de comprensión se ha reflejado en los intentos de reformas políticas. Por acometer reformas políticas idílicas sin conexión con la calle y los ciudadanos, hemos terminado por estimular la producción de políticos impopulares, novatos y enemigos del interés público.
Además, no se puede entender el deterioro democrático peruano que se refleja en el Ejecutivo y en el Congreso si se ignora la aparición de nuevas y dispersas agendas políticas alternativas que lindan con la ilegalidad. Agendas propiciadas por el abandono de la política por parte de las élites regionales tradicionales y por el descrédito de la política y el miedo –o hasta la desafección– a participar en política entre los líderes juveniles regionales. Aquel descrédito y miedo para incursionar en la política han generado vacíos y espacios gigantescos para que el crimen organizado se infiltre en la política local con mucha facilidad. La minería ilegal y la informal, el narcotráfico y el contrabando mueven muchísimo dinero en nuestras regiones, emplean a muchísimas personas y han generado estímulos gigantescos para que muchos políticos regionales coqueteen y permitan su crecimiento sin ningún reparo. Detrás del crimen organizado hay economías políticas regionales que funcionan como estímulos perniciosos inagotables, pero también se aprovecha de la ausencia de reflectores en la opinión pública nacional. El omnívoro centralismo noticioso peruano es incapaz de seguir con prolijidad los asesinatos de defensores ambientales en la selva o las intricadas redes criminales que han crecido en sofisticación en el norte peruano. En tiempos donde diferentes iniciativas ciudadanas para reformar la política y la democracia peruana han parecido naufragar, quizá sería mejor que estas iniciativas le declaren la guerra a un enemigo real al que la ciudadanía también se enfrente: el crimen organizado. Todavía estamos a tiempo de generar en el Perú un movimiento colectivo de ciudadanos y políticos que, independientemente de sus visiones ideológicas, frenen el crecimiento del crimen organizado, el verdadero villano de la política latinoamericana del siglo XXI que cada vez enluta a más ciudadanos y destruye más democracias desde Venezuela hasta Nicaragua, desde Ecuador hasta El Salvador.