Ha sido noticia que el Perú cayera 20 puestos, de un año a otro, en el Índice de Percepciones de Corrupción (IPC) 2023, reflejando sobre todo el asalto al Ejecutivo ocurrido durante el gobierno de Castillo. Ese año pegamos un salto, pero en realidad nuestra posición en el mencionado índice viene empeorando desde hace algo más de una década. Si en el 2012 estábamos en el puesto 83, hoy estamos en el 121. Somos cada vez más corruptos, relativamente hablando.
El agravamiento de la corrupción en nuestro país es, en parte, la contrapartida de la pérdida de libertad económica ocurrida precisamente desde el 2011, cuando sube al poder Ollanta Humala. Luis Carranza recordaba cómo en el ranking de Facilidad para Hacer Negocios del Banco Mundial pasamos del puesto 36, que habíamos alcanzado en el 2011 luego de varias reformas, al puesto 76 en el 2020. Se fueron introduciendo cada vez más regulaciones, permisos, requisitos y obligaciones que asfixiaron la iniciativa individual y el crecimiento de los emprendimientos, y de la economía en su conjunto.
Esto impacta en la corrupción de varias formas. La más evidente, es que ese intervencionismo crea barreras que hay que sortear pagando al administrador de la barrera, al inspector o al funcionario. Se paga para poder operar. Ese era el síndrome del modelo estatizante anterior a los 90, cuando había que pagar por todo: licencias para cualquier cosa, permisos, dólar favorable, subsidios, arancel protector, subir precios controlados… A partir de los 90 se eliminaron esos cupos y se liberaron las fuerzas productivas. Por eso, y porque se privatizaron esas fuentes de corrupción e ineficiencia que eran las empresas públicas, crecimos tanto, y bajó la corrupción administrativa. Pero de un tiempo a esta parte hemos restaurado un creciente intervencionismo de baja intensidad.
Hay algo más. Una formalidad cada vez más costosa y sobrerregulada impide a los emergentes crecer, o los desvía a la ilegalidad. Entonces, cerrado el camino del mercado formal, aparece el Estado como una vía de enriquecimiento y de ascenso social y económico. Vía el patrimonialismo y la corrupción, por supuesto. Es la estatización de la movilidad social ascendente.
Fue esto lo que hizo explosión durante el gobierno de Castillo: la colonización del Estado por la informalidad y eventualmente por mafias vinculadas a economías ilegales, algo que ya se daba a nivel local y regional. El patrimonialismo propio de la gestión municipal y regional se proyectó a escala nacional. El patrimonialismo es, como sabemos, lo contrario de la meritocracia. La autoridad cree que los recursos públicos son propios y los distribuye a amigos y familiares.
El Estado se ha vuelto un medio para escalar y obtener por vías eventualmente no lícitas lo que en la libre competencia del mercado es imposible debido a la maraña regulatoria que expulsa a las personas a la informalidad. Y el medio no es solo el Ejecutivo y los gobiernos subnacionales donde, por ejemplo, es imposible hacer una obra u obtener una licencia sin tener que pagarle a la autoridad o al funcionario. Es también el Congreso, colonizado asimismo por representantes de sectores informales o, en algunos casos, de mafias locales de diverso tipo. Si tuvieran conciencia de clase, procurarían reformas laborales y sectoriales que aligeren el peso regulatorio que impide a las clases populares crecer en la legalidad.
Por lo tanto, si queremos recuperar posiciones y disminuir los niveles de corrupción, tenemos que empezar por restaurar la libertad económica, liberando las fuerzas productivas de modo que los ciudadanos puedan progresar de manera sana desplegando sus capacidades y voluntades en el libre mercado. De paso le devolvemos energía de crecimiento a la economía peruana, para generar empleo real y volver a reducir la pobreza.