A fines de la década del setenta se inició la “tercera ola” de democratización en América Latina. Dictaduras de distinto calibre y signo ideológico caían como dominó a lo largo del continente. Exceptuando a Cuba, la región comenzó a ser gobernada –a la vez– por un número inédito de presidentes elegidos en las urnas. Aunque sucedieron retrocesos autoritarios, las preocupaciones se concentraron en la “consolidación” de estas democracias. El riesgo de un retorno generalizado a regímenes autoritarios era percibido, hasta hace poco, como muy improbable.
Sin embargo, tal “consolidación” nunca cuajó. La razón es sencilla: la presencia territorial del Estado y el Estado de derecho no pudieron afianzarse bajo las reglas del juego democrático dada la debilidad de las instituciones políticas sobre las que se erigen tales democracias novatas. A las dictaduras les resulta más sencillo dominar el territorio (bajo fuerzas armadas) e imponer un orden centralizado. Pero a los regímenes competitivos –donde el poder por naturaleza es compartido- les cuesta fortalecer sus armas legales. Los estados latinoamericanos sufren de la expansión de “zonas marrones” –como diría O´Donnell–, territorios que por sus legados históricos sufren de baja densidad estatal.
En los últimos años esta debilidad estatal ha sido aprovechada por poderes ilegales que ganan terreno a la institucionalidad formal. Desde grupos subversivos, narcotraficantes, bandas de sicarios hasta prácticas económicas al margen de la ley (tala y minería ilegales) se expanden en medio de un crecimiento económico desorganizado. No solo se crean economías alternas sino institucionalidades paralelas y privatizadas que responden a los intereses de estos grupos. Así penetran también la política y la sociedad, retando el monopolio de la violencia estatal. No es necesario siquiera conformar zonas liberadas o “autoritarismos subnacionales” porque, a diferencia de la política formal, los poderes ilegales no se resisten a las fronteras.
Mientras se expande, este mal se vuelve endémico en la región. México y América Central son territorios donde el narcotráfico, el sicariato y las maras transitan con amplios márgenes de libertad. En Colombia el proceso de paz no atenúa la expansión de las FARC hacia otros mercados ilegales (como la minería informal). En el Perú, el narcotráfico, el crimen organizado y las mafias de lavado de dinero y de activos son fragmentarios, pero no más que los partidos. En Bolivia y Paraguay, narcotráfico y contrabando se asocian perversamente. En el resto de países dichas amenazas son cada vez menos marginales.
Estos poderes ilegales coaccionan tanto la gobernabilidad como el régimen democrático. Las redes transnacionales ilícitas y la ineficiencia gubernamental favorecen la reproducción de actividades ilegales que se apropian de la política formal, creando sistemas de impunidad que coadyuvan a la emergencia de una contra-ola que barre la dimensión de garantías individuales –indispensables para mínimo democrático. El régimen así conformado puede cumplir requerimientos procedimentales y sociales de la democracia mientras convive con el derrocamiento de sus libertades civiles más primarias. La “desaparición” de estudiantes, el feminicidio, el asesinato de dirigentes sociales, periodistas y rivales políticos muestran el asalto cotidiano del neoautoritarismo subversivo a nuestras democracias.