En los últimos días hemos sido testigos del uso maquiavélico del conteo de muertos por parte del Gobierno y de algunos grupos opositores. ¿El número de muertos es prueba de que el estallido social es violentista, como parecen indicar algunos que defienden la acción gubernamental? ¿O, por el contrario, es señal de que los manifestantes están dispuestos a sacrificar su vida por una causa legítima, como sostienen los que se oponen a la sucesión presidencial? Ambos deshumanizan la participación política.
Por parte de los gobiernos, los episodios mortales en conflictos sociales casi siempre son explicados aduciendo la presencia de “personas ajenas” a la legítima protesta. La autoridad política esgrime argumentos como el de que “existen personas que a veces se infiltran en las medidas de lucha y hacen quedar mal a los buenos dirigentes”. O aseguran que el problema es que había “cabecillas pagados” y “malintencionados”. Y añaden cuestiones como que las víctimas no murieron por la represión estatal, sino por accidentes fortuitos. ¿Suena familiar a lo que hemos escuchado en los últimos días? Pues sí, pero eso lo dijo en abril el entonces presidente Pedro Castillo cuando las protestas en Huancayo se habían cobrado cuatro víctimas mortales. Es una narrativa que no conoce de distinciones ideológicas o posiciones políticas.
¿Cómo explicar los 193 difuntos durante protestas ciudadanas en el segundo gobierno de Alan García? ¿Las 73 muertes durante Ollanta Humala? ¿Los 25 en la gestión Dina Boluarte en tan pocos días? Son números muy altos. No siempre es bueno comparar, pero es importante hacer hincapié en que toda democracia debe manejar protestas y conflictos sociales, muchos de ellos violentos. Durante el 2018 y el 2019, en Francia, el gobierno de Emmanuel Macron tuvo que enfrentar más de 15 jornadas de protesta (los “chalecos amarillos”), originalmente por el aumento en el precio de combustibles. Se calcula que participaron más de 3 millones de ciudadanos y que diez trágicamente perdieron la vida. Las protestas en Chile en los meses finales del 2019 también movilizaron a millones y se calcula que las víctimas mortales estuvieron entre las 25 y las 30. En los casi dos meses de marchas por el asesinato de George Floyd en Estados Unidos (2020), se movilizaron entre 15 a 26 millones manifestantes, con un total de 25 fallecidos. En todas estas movilizaciones hubo múltiples casos de violencia y vandalismo, inclusive asesinatos entre los mismos civiles. Sin embargo, la letalidad de nuestra represión –comparada con la duración de los eventos y el número de participantes– es muchísimo mayor.
Por otro lado, algunas organizaciones opositoras tienen la nociva práctica de contar el número de muertos como si fueran un hecho que legitima causas y estrategias. Es un discurso utilizado por líderes y políticos que –a pesar de poder colaborar en disminuir la conflictividad mediante el diálogo– prefieren “agudizar las contradicciones” o anunciar que “correrá mucha sangre” (Aníbal Torres ‘dixit’).
Se crea así un macabro martirologio. La gran mayoría de las víctimas no son militantes que estaban dispuestos a morir por una causa. Son civiles, no soldados camino de una batalla para la que han sido entrenados y que bien podría resultar en la muerte. Han salido a la calle para manifestar su enfado, su hartazgo, cansados de ser marginados, sufrir los estragos de la pobreza y también –por qué no– por simple adrenalina. Qué trágico es sacrificar lo más excelso para terminar como una cifra en la cartulina de algún congresista al que solo le interesa impulsar la agenda política de su agrupación.
Y así, los que lideran a los grupos opuestos se lavan las manos ante tanta muerte. Los representantes del Estado dicen que están reaccionando a grupos violentistas. La oposición, que somos testigos de un malestar profundo que la vacancia ha llevado a que espontáneamente estalle en calles y plazas. En otras palabras, la violencia es inevitable. Y el aumento de la cifra de muertos sigue alimentando y justificando estos discursos encontrados.
Una vez más en nuestra historia, nadie es responsable por las muertes. Y así se diluye la culpa y seguimos deshumanizando la participación política. Los muertos terminan engrosando el panteón nacional de las víctimas olvidadas de intereses subalternos.