Tengo una posición contraria a convocar a una asamblea constituyente que busque un cambio total de la Constitución. Pero nadie, ni yo mismo, tendría que asumir esa posición, ni la opuesta, como un dogma de fe. Necesitamos argumentar y contraargumentar, con honestidad intelectual y genuina vocación de escuchar a quien opina distinto.
Parto por reconocer lo positivo de la Constitución vigente de 1993, que no es poco. Es muy sólida y garantista en su parte dogmática; es decir, en el reconocimiento de derechos. Puede haber discrepancias válidas sobre cómo están formulados algunos, sobre todo los económicos y sociales, pero no hay un problema evidente de “ausencia de derechos” como se alega –a mi juicio– equivocadamente.
Lo que sí existe, indubitablemente, es una incapacidad estructural en el Estado Peruano para garantizar esos derechos a todos y cada uno de nuestros compatriotas sin importar dónde estén. Eso supone un incumplimiento sistémico de nuestro contrato social respecto del cual nadie debiera generar tolerancia, cosa que –no está de más reconocer– es precisamente lo que ha ocurrido.
Pero el problema no es el texto de la Constitución, sino la disfuncionalidad de nuestro Estado (que, cabe anotar, surge de disfuncionalidades más profundas en nuestra sociedad). Necesitamos reformarlo en sus normas y procesos, achicarlo donde sobra y fortalecerlo donde más se lo necesita, y convertirlo en un verdadero imán meritocrático del mejor talento del país. No estoy sugiriendo que sea sencillo o que estemos siquiera cerca de ese ideal, pero ese es el norte y debemos embarcarnos ya.
Ahora bien, sí encuentro discrepancias válidas sobre ciertas opciones que toma la Constitución en materia económica (intangibilidad de los contratos, subsidiariedad de la actividad empresarial del Estado, promoción de la inversión privada, etc.), con las que coincido intensamente, pero asumo como debatibles. Debe decirse, sin embargo, que son asuntos que –si hubiera los votos en el Congreso– podrían ser objeto de reformas parciales.
Dicho sea de paso, no estoy entre quienes prefieren inhibir por completo la discusión sobre cambios constitucionales. Creo que necesitamos mejorar con urgencia, por ejemplo, la manera como está regulada la política y la relación entre los poderes del Estado.
Cuando escucho a alguien pedir una asamblea constituyente para que haya más oportunidades económicas o menos delincuencia o corrupción, pienso que están eligiendo el remedio equivocado, pero no puedo sino empatizar con el reclamo de fondo. Siento que son la mayoría entre quienes defienden esa posición.
Pero también escucho voces de quienes parecen querer aprovechar un escenario como ese para reescribir las reglas de la democracia. Y aun cuando sean minoritarias, sería irresponsable no asumir esto como un riesgo potencialmente catastrófico, viendo cómo en países vecinos se han aprovechado circunstancias similares para viabilizar regímenes autocráticos.
No encuentro, de momento, razones para pensar que la prolongación del statu quo en cuanto a oferta política nos vaya a dar una asamblea constituyente cuya conformación sea mejor que la seguidilla de Congresos que han popularizado, merecidamente, el clamor popular (pero equivocado) de “que se vayan todos”. Pero el potencial de causar daño de una asamblea constituyente es muchísimo mayor que el de un Congreso ordinario.
Hago un paréntesis aquí para referirme al cuestionamiento más simbólico respecto de la Constitución de 1993 por ser el resultado de un autogolpe. De hecho, simpatizo mucho con este argumento. Pero al hacer el balance, encuentro más razones para preservar lo bueno que tiene esa Constitución –que, por lo demás, ha sido modificada múltiples veces– que razones para asumir el riesgo de aventurarnos en algo completamente nuevo.
Porque, si fuéramos a hacerlo –y aquí algo que para mí es clave–, estaríamos intentando reescribir las reglas de nuestro contrato social en el contexto de mayor polarización del que yo tenga recuerdo, con un sistema político desprestigiado que funciona bajo una lógica de juego de suma cero, donde la capacidad real y vocación genuina de alcanzar consensos es prácticamente inexistente, yo diría que no solo en nuestros políticos, sino en la sociedad en general.
Mi posición contraria a una asamblea constituyente responde, en buena medida, a apreciaciones sobre nuestro presente político. Pero no podría ser en ningún caso una postura intransigente porque yo también sueño, como muchos, con cambiar este presente. Con vivir en un país donde podamos reconocernos en nuestra diversidad, que también es ideológica, y ponernos de acuerdo –detrás del velo de la ignorancia, como diría John Rawls– en lo que debiéramos asegurarle como sociedad a todo ciudadano o ciudadana.
Bien vale la pena luchar por hacer eso realidad porque, si fuera ese el caso, una asamblea constituyente no supondría un riesgo existencial para nadie.